Crónica de una muerte
anunciada, es el título de una célebre novela del ya fallecido aunque inmortal
genio de la escritura Gabriel García Márquez, la cual fue publicada en 1.981.
Dicho texto llegó a ser considerado una de las mejores novelas en español del
siglo XX. La novela representó un acercamiento entre lo periodístico y lo
narrativo, y una aproximación a la novela policíaca. La historia contada se
inspira en un suceso real, ocurrido en 1.951, del cual el autor tomó la acción
central (el crimen), los protagonistas, el escenario y las circunstancias,
alterándolo narrativamente, pero sin descuidar los datos y las precisiones
obligadas en toda crónica periodística.
Y fue precisamente la
crónica de una muerte anunciada el asesinato, hace 188 años, el 4 de junio de
1.830, del Gran Mariscal Antonio José de Sucre y Alcalá, un militar venezolano
con mayores y mejores aptitudes castrenses que Bolívar, al cual prefirió secundar.
Un día viernes, muy
temprano en la mañana, Sucre inició una solitaria marcha rumbo a su cita final
por cuanto moriría asesinado en la montaña de Berruecos, Colombia. No solamente
fue un egregio prócer militar, político y estadista, figura fundamental de
nuestra independencia y uno de los más leales y consecuentes amigos y
compañeros de armas del Libertador.
También participó en la
campaña de Miranda (1.812) contra los realistas, y en 1.818 marchó a Angostura,
convirtiéndose en uno de los mejores lugartenientes de Simón Bolívar, cuya
amistad y respeto mantuvo de manera firme hasta el fin de sus días. Obtuvo
decisivas victorias en Pichincha (24-5-1.822) y Ayacucho (6-12-1.824), acción
que significó el fin del dominio español en el continente sudamericano.
Así mismo fue nombrado
por el parlamento peruano Gran Mariscal y General en Jefe de los Ejércitos,
proclamó la República de Bolivia, de la cual fue designado presidente
vitalicio, pero renunció a tal cargo en 1.828, a raíz de los motines en la
nueva nación y la oposición del Perú a la independencia boliviana. El 4 de
junio de 1.830 regresaba a Ecuador con el propósito de mantener la unión
grancolombiana, que ya se encontraba en proceso de disolución, pero fue
asesinado en la sierra de Berruecos, víctima de una emboscada, cuando apenas
tenía 35 años de edad.
Su asesino fue el
coronel Apolinar Morillo, quien hirió mortalmente el corazón del Mariscal. Tuvo
como secuaces a José Erazo y Andrés Rodríguez, quienes huyeron una vez
consumado el hecho por temor a ser descubiertos.
El asesinato de Sucre
fue la crónica de una muerte anunciada, por cuanto el crimen fue planificado y
ejecutado con alevosía, ensañamiento, ventaja y premeditación. Tras la cobarde
acción, allí permaneció su cadáver por más de 24 horas hasta que los pobladores
de las localidades cercanas le dieran cristiana sepultura. Pero eso no es todo
lo que debemos saber al respecto. Si el mariscal se hubiese ido por
Buenaventura, allí lo esperaba el general Pedro Murgueitio para darle muerte;
si optaba por la vía de Panamá lo acechaba el general Tomás Herrera, y desde
Neiva lo vigilaba el general José Hilario López.
Y no solamente existía
el anuncio de esas cuatro emboscadas tendidas esperando darle fin, sino que
tres días antes de su muerte, el periódico “El Demócrata” de Bogotá publicó el
siguiente artículo:
“Acabamos de saber con
asombro, por cartas que hemos recibido por el correo del Sur, que el general
Antonio José de Sucre ha salido de Bogotá… Las Cartas del Sur aseguran también
que ya este general marchaba sobre la provincia de Pasto para atacarla; pero el
valeroso general José María Obando, amigo y sostenedor firme del Gobierno y de
la libertad, corría igualmente al encuentro de aquel caudillo y en auxilio de
los invencibles pastusos. Puede que Obando haga con Sucre lo que no hicimos con
Bolívar…”.
Esta fue, sin duda, una
macabra conspiración política de gran audacia y magnitud, todavía en vida de
Bolívar, a quien asumían ya sin poder ni salud para vengar su muerte. Con el
asesinato de Sucre, lograron sus detractores lo que no pudieron materializar ni
culminar con éxito 20 meses antes, en el atentado contra Bolívar en Bogotá, en
la fría noche del 25 de septiembre de 1.828.
Para la posteridad, el
cuadro al óleo que muestra la imagen de cómo habría sido su ruin asesinato, lo
hizo Arturo Michelena en 1.895, con su obra: “Asesinato de Sucre en Berruecos”.
Era público y notorio
que Sucre sería asesinado durante su trayecto, quizás él lo sabía, tal vez por
esa razón elije viajar solo.
Pero todavía queda
mucho por decir acerca de este anunciado crimen.
El primer favorecido
con dicho delito fue el general Juan José Flores porque si Sucre hubiese
retornado a Ecuador, Flores nunca hubiese sido el primer presidente de la nación,
aun cuando Sucre estaba tan cansado de la actividad pública que solo deseaba descansar
al lado de su mujer, la marquesa de Solanda y así se lo había hecho saber al
Libertador.
Son muchos los indicios
que señalan a Flores de ser el actor intelectual del monstruoso crimen. Otros
acusan a Obando, todos los hechos hacen ver que este fue el principal actor
intelectual del hecho. Lo dicho y hecho por este general pone muy en duda que
sea inocente del asesinato. Apunta el historiador Rumazo González: “Obando,
desde la ciudad de Pasto pone en circulación la noticia, pero Obando cae en el
error de dar varias versiones. Al prefecto del Departamento le informa que han
asesinado al general Sucre “para robarlo”, y los agresores fueron soldados del
ejército del Sur que pocos días antes él (Obando) había sabido que habían
pasado por la ciudad de Pasto. Mientras a Isidoro Barrigas, comandante general
de Quito y futuro esposo de la viuda de Sucre, le escribió diciéndole: “ha sido
el inveterado malhechor Noguera”.
Obando, para
comunicarse con el general Juan José Flores utiliza los servicios del sacerdote
Juan Ignacio Valdez, porque requiere la seguridad absoluta. Este clérigo
declaró en el proceso:
“Es verdad haber
conducido las comunicaciones del general Obando y del coronel del batallón
Vargas, dando parte del asesinato; habiendo llegado a la villa de Ibarra supe
que el general Flores se había marchado para Guayaquil (...) y tuve bien
entregar a señor de la provincia de Imbaraura los pliegos que traía en compañía
del segundo ayudante del batallón Vargas, Pedro Frías.”
Hay otros indicios que
señalan como planificador del crimen a José María Obando; otros al general Juan
José Flores y al general Hilario López. Pero sigamos con la narración del
escritor Rumazo González:
“¿Qué hizo la viuda en
Quito? A los veinticinco años de edad, con solo dos de casada y una hija,
Teresita de once meses. El diputado Andrés García, fugitivo de Berruecos hubo
de darle la lúgubre nueva el día preciso que el mariscal era esperado en su
casa. ¿Qué hace la viuda? Busca y hala quienes viajan a Berruecos para que
traigan el cadáver. Van en este triste encargo, el mayordomo del Deán Isidoro
Arauzy y el fidelísimo negro Caicedo y peones, el féretro llega, a escondidas,
a la hacienda; no viajaban sino de noche, para no ser descubiertos. ¿Qué
temían? Una profanación de esos despojos. Y hasta su robo y destrucción”.
Más adelante dice
Rumazo González: “La viuda escondió los restos para llorar en silencio su
dolor”. Fueron escondidos en la Iglesia del Carmen Bajo. Pero, ¿Mariana
Carcelén, marquesa de Solanda y esposa del mariscal Sucre adoró a su esposo con
tanta pasión como él a ella? Mariana de Carcelén, no tenía mucho tiempo de ser
viuda de Sucre cuando contrajo segundas nupcias con el general Isidoro Barrigas.
Por otro lado, apunta
el tradicionalista ecuatoriano Rafael María de Guzmán: “No supo conservar con
fervor que merecía los objetos pertenecientes al Vencedor de Pichincha, una
cierta vez, una sirvienta de la marquesa de Solanda golpeó con una piedra la
espada que el Congreso del Perú le había obsequiado al Gran Mariscal de
Ayacucho. Esta vulgar acción era con el objeto de extraer las piedras preciosas
de la espada para incrustarlos en aretes y anillos de mujer...Pero por otra
parte, en el Museo de los Libertadores en Lima se encuentra una cama de campaña
que perteneció a Sucre que la viuda del héroe vendió al Gobierno del Perú”.
Como podemos ver ese
fue el cariño que le profesó la marquesa de Solanda a su esposo Antonio José De
Sucre. Entonces ¿qué le hizo esconder los restos de Sucre durante 70 años?
Desde 1.830 hasta 1.900, cuando un familiar de la marquesa de Solanda al
sentirse muy cerca de su muerte revela donde estaban enterrados. No parece ser
cierto que los escondió de los enemigos del Libertador, porque si así hubiese
sido los del Libertador que permanecieron mucho tiempo en Colombia los hubieran
destruidos. Y para enredar más las cosas ¿qué pretendió Mariana Carcelén al
hacerle la carta a Obando?:
“Estos fúnebres
vestidos, este pecho rasgado, el pálido rostro y desgreñado cabello, están
indicando tristemente los sentimientos dolorosos que abruman mi alma. Ayer
esposa envidiable de un héroe, hoy objeto lastimero de conmiseración, nunca
existió un mortal más desdichado que yo. No lo dudes, hombre execrable; la que
te habla es la viuda desafortunada del Gran Mariscal de Ayacucho.
Heredero de la infamia
y de los delitos aunque te complazca el crimen, aunque él sea el hechicero
dime, descordado, para saciar esa sed de sangre ¿era menester inmolar una víctima
ilustre, una víctima tan inocente? ¿Ninguna otra podía aplacar su saña
infernal? Yo te lo juro he invoco por testigo al alto cielo, un hombre más
recto que el de Sucre nunca palpito en pecho humano. Unida a él por lazo que tu
bárbaro, fuiste capaz de desatar: unida a su memoria por vínculos que tu poder
maléfico no alcanza a romper no conocí en mi esposo sino carácter bondadoso,
una lama llena de benevolencia y generosidad.
Más no pretendo hacer
aquí la apología del general Sucre. Ella está escrita en los fastos gloriosos
de la Patria. No reclamo su vida: esa pudisteis arrebatársela, pero no
restituirla. Tampoco busco la represalia: Mal pudiera dirigir el acero vengador
la trémula mano de una mujer. Además el Ser Supremo, cuya sabiduría quiso que
sus fines inescrutables consentir en tu delito sabrá exigirte un día cuanta más
severa. Mucho menos imploro tu compasión: ella me servirá de un cruel suplicio.
Solo pido que me des las cenizas de tu víctima. Si dejas que ella se alejen de
esas hórridas montañas, lúgubre guarida del crimen y de la muerte y del
pestífero influjo de su presencia, más terrífica todavía que la muerte y el
crimen. Tus atrocidades. Inhumana, no necesitan nuevos testimonios. En tu
frente feroz impresa con carácter indeleble la reproducción la reprobación del
Eterno. Tu mirada siniestra, es testigo de la virtud, tu nombre horrendo. El
epígrafe de la inquietud y la sangre que enrojece tus manos patricidas, el
trofeo del delito. ¿Aspiras a más? Cédeme, pues, los despojos mortales las
tristes reliquias del héroe, del padre del padre del esposo y toma en retorno
las tremendas imprecaciones de su Patria, de su huérfana viuda.
M. S. De Solanda”.
La marquesa de Solanda
sabía exactamente donde estaban los restos de su marido, ¿de quién se protegía?
escondiéndolos no podían delatar al criminal. Por estas razones hay quienes piensan
que el asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho fue un crimen político con tinte
pasional.
Esta carta fue una cortina
de humo de la Marquesa de Solanda para disimular que ella tuvo escondido el
cadáver de su marido, todo el tiempo, y tan solo 70 años después del monstruoso
asesinato, una tía suya develó donde lo tenía secretamente enterrado.
Los asesinos materiales
del Gran Mariscal de Ayacucho, a los que se les comprobó el crimen, la gran
mayoría fueron cayendo uno a uno. Los ejecutores del crimen fueron condenados a
ser pasados por las armas; así fueron muertos Apolinar Morillo, Juan Gregorio
Sarría, Fidel Torres. Pero, Antonio María Álvarez había fallecido cuando lo
sentenciaron a muerte. En cuanto a José Erazo, fue condenado a larga prisión y
remitido a Cartagena. Hubo tres ejecutores más: Juan Cuzco, Andrés y Juan
Gregorio Rodríguez a los cuales Obando los mandó a envenenar por temor de ser
delatado.
Obando, principal
acusado del asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho; fue Ministro de Guerra
entre 1.830 y 1.831; cayó preso en 1.839, en Popayán, para ser juzgado por el
asesinato de Berruecos. Se alzó en armas en enero de 1.840, fue a juicio, se
fugó y se vuelve a sublevar en Timbo. Es derrotado y huye a Perú. Mediante un
decreto fue indultado, regresó a Bogotá en 1.849, se hace Gobernador de
Cartagena, luego Presidente de la Cámara de Diputados; sirve de ejecutor en la
orden del Presidente José Hilario López, su amigo, de la expulsión de los
jesuitas en 1.850.
Tres años más tarde
llega a ser Presidente de la República, fue derrocado al año justo de su
gobierno; el Senado lo destituyó. Murió el 29 de abril de 1.861 en la guerra
civil que comenzó en 1.860. Obando, huía derrotado, en el combate del Rosadal y
cayó asesinado en el sitio de Cruz Verde, cuando lo alcanzaron tres
persecutores y lo alancearon. Tenía una cortada profunda en la nariz y cinco
heridas mortales de lanza, de las cuales una le atravesó un pulmón y el hígado.
Obando, sentíendose morir con muchas cuentas pendientes, llamó a un sacerdote.
No había ninguno de su bando, entonces le llaman a un cura del ejército contrario
quien lo confesó muy bien, y le dijo:
“José María Obando, yo
te absuelvo en el nombre del Padre del Hijo y del Espíritu Santo...”
Obando admirado por la
gentileza del sacerdote agarrándole las manos, le preguntó ¿cómo te llamas,
hijo? El cura le contestó: Antonio José de Sucre, y allí Obando enmudeció para
siempre. Había muerto en las manos de Antonio José de Sucre, sobrino del Gran Mariscal
de Ayacucho quien llevaba su mismo nombre y apellidos porque también era de
Sucre Alcalá.
Esta bella historia
circuló en 1.861, pero el propio padre Antonio José de Sucre Alcalá y Alcalá la
desmintió, más tarde, relatando que cuando él llegó al lado de Obando, ya
estaba muerto.
Dice Tulio Febres
Cordero que el Dr. Antonio José de Sucre Alcalá y Alcalá, era un hombre de
armas a tomar y no fue soldado porque le habían asignado la tarea de cuidar al
propio Obando a la cual se negó.
Otras dos anécdotas del
padre Sucre: Una sucedió en el Senado colombiano: ahí tuvo un altercado con un
parlamentario, este le dijo “Yo no peleo con hombres que llevan sotana”, el
padre Antonio José de Sucre Alcalá y Alcalá se quitó el hábito y le dio de
golpes al legislador. La otra anécdota, en la fecha del centenario del
nacimiento del Gran Mariscal de Ayacucho se alteró muchísimo porque en lugar de
tener galardonada la Plaza Mayor para festejar el natalicio de Antonio José de
Sucre, la tenían de luto con trapos y banderas negras. Rompió todas las que
pudo y no dejó que nadie entrara a la plaza hasta que no quitaran el último
trapo negro.
El asesinato de Sucre,
cometido tan a sangre fría estaba previsto, era sabido por todos y fue anunciado
públicamente con anticipación, coincidiendo con el aparecimiento de los
partidos políticos, es decir, del odio de La Gran Colombia, en la gran Colombia.
Habían desaparecido todos los bienes, y nos quedaba el de la independencia.
Las nociones del orden,
de la libertad y de la autoridad, se habían alterado grandemente en la Gran
Colombia el año 1.830; y de ahí el odio de los partidos políticos, y de ahí el
crimen de Berruecos. Sucre era el más firme apoyo al orden, y era necesario
eliminarlo, quitarlo del medio, darle muerte, y antes calumniarlo, hacerlo
sospechoso y entregarlo a la furia desesperada de los partidos; y Sucre fue
calumniado y la prensa periódica lo denigró, y sus enemigos denunciaron como
criminales hasta las secretas intenciones del héroe de Pichincha y de Ayacucho.
El crimen de Berruecos
coincidió con el nacimiento de los partidos políticos, en Colombia; y el
nacimiento de los partidos políticos en los pueblos regidos por instituciones
democráticas, es el comienzo del odio ciego, intransigente de unos ciudadanos
contra otros; es el principio de las divisiones y la causa de la ruina de los
pueblos. El crimen de Berruecos fue la primera piedra miliaria puesta en el
camino del odio: desde entonces acá cuántas llevamos puestas.
Sucre había recibido
avisos repetidos de que iba a ser asesinado; pero no lo creía, era tan
moderado; no tenía ambición ninguna; su conciencia recta y honrada, estaba
tranquila; confiado en su inocencia y aguijoneado por el cariño de esposo y el
amor de padre, venía a Quito, llevando contadas todas las jornadas, para llegar
a esta capital en un día dado y celebrar aquí la fiesta doméstica de su
cumpleaños, el primer cumpleaños que el Gran Mariscal debía festejar en medio
de los suyos, en la paz de su hogar, sentado a la mesa de la familia y regalado
por música que había de empapar en placido regocijo de su alma.
El alma delicada de
Sucre, herida por la calumnia, amargada por la ingratitud, marchita por la
traición, suspiraba por la paz del hogar doméstico: allí el Vencedor de
Ayacucho esperaba encontrar reposo, dejando caer su cabeza coronada de gloria,
no hubo sino el fango inmundo de un camino público en Berruecoss, ya allí cayó,
rota por la bala fratricida.
El escritor colombiano Álvaro
Mutis, cuenta acerca del hallazgo de los manuscritos de un Coronel de origen
polaco llamado Miecislaw Napierski, vendidos en la subasta de un librero de
Londres pocos años después de terminada la segunda guerra mundial.
Napierski viajó a
Colombia para ofrecer sus servicios en los ejércitos libertadores, habiéndose
embarcado en Kingston, Jamaica, en la fragata inglesa Shanon que se dirigía a
Cartagena.
El 29 de junio de 1.830,
el polaco conoció al Libertador quien venía desde Bogotá cumpliendo su periplo
final que eventualmente lo conduciría hasta el sepulcro el 17 de diciembre de
ese mismo año, en la localidad cercana de Santa Marta.
Es impresionante la
animada recolección que hace Napierski de las conversaciones que sostuvo
durante varios días con el Libertador, quien ya se hallaba en estado de
evidente postración, debido a lo avanzado de su enfermedad física y lo que es
peor, de su enfermedad moral, por el desencanto, frustración, tristeza y dolor,
producto de las traiciones, inconsecuencias y deslealtades de sus propios
compañeros de armas.
Particularmente
desgarradora y patética resulta la escena que nos narra Napierski, cuando el
Libertador recibió la noticia del asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho. Esta
noticia le produjo una recaída en su enfermedad, la cual al decir del médico
que lo atendía, agravaría aún más las condiciones de salud ya bastante
precarias del héroe.
El portador de la
infausta nueva fue el Capitán Vicente Arrazola, antiguo ayudante del General
Santander y quien había puesto en conocimiento inmediatamente después de su
arribo a Cartagena al edecán del Libertador, Andrés Ibarra, sobre tan terrible
acontecimiento.
-¡Siéntese Arrazola!-
le invitó Bolívar sin quitarle la vista de encima. Arrazola siguió en píe
rígido. -¿Qué noticias nos trae de Bogotá? ¿Cómo están las cosas por allá?-
-¡Muy agitadas,
Excelencia, y le traigo nuevas que me temo van a herirle en forma que me siento
culpable de ser quien tenga que dárselas!-
-¡Ya hay pocas cosas
que puedan herirme, Arrazola, serénese y dígame de que se trata!-
El Capitán dudó un
instante, intentó hablar, se arrepintió y sacando una carta del portafolio con
el escudo de Colombia que traía bajo el brazo, se la alcanzó al Libertador.
Este rasgó el sobre y comenzó a leer unos breves renglones que se veían
escritos apresuradamente. En ese momento entró en punta de píe el General
Montilla quien se acercó con los ojos irritados y el rostro pálido. Un gemido
de bestia herida partió del catre de campaña sobrecogiendo a todos los
presentes.
Bolívar saltó del lecho
como un felino y tomando por las solapas al oficial le gritó con voz terrible:
-¡Miserables! ¿Quiénes
fueron los miserables que hicieron esto? ¿Quiénes? Dígamelo, se lo ordeno,
Arrazola!- y sacudía al oficial con una fuerza inusitada. -¿Quién pudo cometer
tan estúpido crimen?-
Ibarra y Montilla
acudieron a separarlo de Arrazola, quien lo miraba espantado y dolorido. De un
manotón logró soltarse de los brazos que lo retenían y se fue tambaleándose
hacía la silla donde se derrumbó dándole la espalda a los demás.
Montilla invitó a los
presentes a salir del cuarto y dejar solo al Libertador.
Al abandonar la
habitación, Napierski pareció ver que sus hombros bajaban y subían al impulso
de un llanto secreto y desolado.
Napierski preguntó a
los demás presentes acerca de la reacción tan violenta del Libertador, a lo que
el General José Laurencio Silva le contestó que ello se debía al hecho de
haberse enterado el gran hombre, en forma tan repentina, del horrible asesinato
de Sucre, a quien consideraba como su propio hijo.
Montilla de seguidas se
dirigió a Napierski y le dijo: No nos deje ahora Coronel, ayúdenos a acompañar
al Libertador, a quien esta noticia le hará más daño que todos los otros
dolores de su vida juntos.
Con
este corto dialogo concluyó el Coronel Miecislaw Napierski su recuento de lo
que vivió y presenció ese 1 de julio de 1.830, en la amplia casona que ocupaba
el Libertador, con sus patios empedrados, llenos de geranios un tanto mustios
que le daban un aspecto de cuartel. En esa casona, en una amplia habitación
vacía, con alto techo artesanado, un catre de campaña al fondo contra un rincón
y una mesa de noche llena de libros y papeles, se produjo la escena que
acabamos de narrar y que con bastantes posibilidades de certeza, estuvo
matizada y salpicada con los detalles expresados anteriormente.
¿Será
este el final de esta muerte anunciada? O acaso quedarán aún cabos sueltos por
atar.
Solo
el padre tiempo lo sabrá.
Lic./Psic.
J. A. Gòmez Gimènez.