La
noche siguió su curso con la Luna en medio de constelaciones que pocos humanos habían
contemplado.
La nave espacial Odisea atravesó el
firmamento, alzándose al cenit, desviándose en dirección Este, hacia un
deslumbrante punto de luz más brillante que cualquier estrella.
El único mortal a bordo era el Capitán
Arturo Ayala, militar y profesor de física prestado a la astronomía. Valiente
como pocos, intrépido como muchos menos.
Con la última luz del día partió de la
Tierra en una misión que la NASA no tenía contemplada en su agenda.
No hasta que esa misteriosa manifestación
cósmica bautizada por los científicos espaciales como Agujero de Gusano, hizo
acto de presencia.
En física, un Agujero de Gusano es una
teoría, característica topológica de un espacio-tiempo descrita en las
ecuaciones de la relatividad general, que consiste en un atajo a través del
espacio y el tiempo.
Tiene dos extremos conectados a una única
garganta, donde podría desplazarse la materia.
No existe evidencia que el espacio-tiempo
conocido contenga estructuras de este tipo, por lo que es solo una posibilidad
teórica en la ciencia.
Para eso aquel astronauta de origen latino
surcaba los recovecos del negro y absoluto espacio. Debía comprobar o refutar
la teoría del tiempo-espacio dentro de la gigantesca mole intergaláctica.
La hipótesis sugiere que, de un lado, hay
un agujero negro que absorbe la materia, y por el otro lado, un agujero blanco
expulsa lo que traga su opuesto.
Estaba a cien metros del campo de
atracción del gusano cuando escuchó el sonido. Era apenas audible pero lo
detuvo en seco, quedando paralizado. Era una enloquecedora vibración repetida,
hipnotizando a quien atrapaba en su sortilegio.
El vibrar se hizo más fuerte e insistente,
y el solitario astronauta sintió que avanzaba como sonámbulo en dirección al
origen del obsesionante sonido. El tamborileo se hizo más ruidoso, y más oscuro
el firmamento delante de sus inmóviles ojos.
Fue cuando se percató que estaba
paralizado pero consciente.
El espacio perdió su oscuridad tornándose transparente
en pálida luminiscencia. En su superficie y sus profundidades se movieron
fantasmas vagamente definidos, fusionados en franjas de luz y sombra, formando
rayados diseños girando lentamente.
Los haces de luz giraron más rápidamente, acelerando
el vibrar del sonido.
Hipnotizado del todo, Ayala contempló boquiabierto
y con mirada fija el despliegue pirotécnico.
Los giratorios discos de luz emergieron y
sus radios se fundieron en luminosas barras que retrocedieron en la distancia,
girando sus ejes.
Fantásticos diseños geométricos flamearon
y se apagaron al enredarse y desenredarse las resplandecientes mallas; y el
astronauta continuó con la mirada fija, hipnotizado y cautivo del espectáculo
sonoro y visual.
De súbito volvió a la vida.
Su cuerpo perdió la rigidez y se animó
como un muñeco controlado por invisibles hilos. Giró la cabeza a todos lados;
la boca se abrió y cerró silenciosamente; las manos se cerraron y abrieron
movilizando sus torpes dedos. Jadeaba intentando respirar y sus ojos se llenaron
de terror.
Delante de él todo se fundió en un borrón
gris del cual emergían sonidos de variado tono. Su principal sensación era la
de un sordo resentimiento, al contraerse sus músculos y moverse sus miembros
obedeciendo órdenes que no eran suyas.
Cerró los ojos con fuerza, y al abrirlos vio
una que las formas danzantes desaparecieron en una serie de círculos
concéntricos rodeando un disco negro.
Había un fulgor uniforme semejante a un
bloque de luz superpuesto en la circundante oscuridad. Como despertando de un
sueño, se maravilló ante la extraña luz que guiaba la nave a un lugar desconocido
entre las estrellas.
Cendales de color carmesí, rosa, oro y
azul, atravesaron la albura del día. Aunque las ventanas reducían el fulgor,
los haces de luz solar barrieron la cabina cegando a Ayala. Se encontraba en el
espacio pero no podía ver las estrellas.
Protegió los ojos con las manos y vio por la
ventanilla de su costado. El ala replegada de la nave destellaba como metal
incandescente a la reflejada luz solar; en derredor, la oscuridad era absoluta
y llena de estrellas imposibles de ver.
El peso disminuyó; los cohetes dejaron de
funcionar mientras la nave avanzaba. El tronar de los motores se atenuó mutando
en sordo ronquido, luego en suave siseo, y se redujo al silencio.
De no ser por los sujetadores, Ayala hubiese
flotado fuera de su asiento; pero su estómago sintió como si lo estuviese.
Lo mejor era cerrar los ojos y relajarse
mientras la nave traqueteaba con breves descargas de energía de los cohetes. Vislumbró
el panorama al cual se dirigía la apagada astronave.
Una luz como del sol destellaba y
centellaba en la bruñida superficie de algo que giraba lentamente.
Aquella aparición era un tenue y nacarado
cono de luz sesgado en el firmamento, y se hacía más brillante sugiriendo
grandes incendios ocultos bajo el borde de las nubes.
Nubes en el espacio.
Los pensamientos de Ayala regresaron al
abismo de millones de años que se abría ante él.
Inesperadamente el micrófono de su casco
emitió un penetrante chillido electrónico, una señal espantosamente
sobrecargada y distorsionada. Intentó taparse los oídos con las manos; se recuperó
y tanteó frenéticamente el control del receptor.
Mientras se tambaleaba hubo un compasivo
silencio.
¿Qué había sido eso?...
¿Acaso alguien estaba intentando
comunicarse con él?...
La nave se encontraba a sólo treinta días
de la Tierra, sin embargo, para Ayala era difícil creer que hubiese conocido
otra existencia que la del cerrado y pequeño mundo de la nave Odisea.
Sus años de entrenamiento, sus anteriores
misiones a la Luna y Marte, parecían pertenecer a otro mundo, otra vida.
Envuelto en la bruma de un sueño, incapaz
de distinguir entre recuerdos falsos y reales, abrió los ojos, pero había poco
que ver, una borrosa constelación de luces desconcertantes.
Un soplo de aire caliente despejó el frío
de su cuerpo.
Dentro del Agujero de Gusano no se
observaban muchas estrellas, pero el espacio al que entró no estaba vacío.
Tenues y estrechas líneas encerraban una
minúscula e indistinguible estrella. Observó extrañado la luminosidad en
movimiento, apenas perceptible sobre el fondo estrellado.
Podía hallarse a un millón de kilómetros,
pero su movimiento probaba que estaba al alcance de la mano.
Posó la mirada en la forma silueteada en el
firmamento. Con el telescopio notó que la figura era irregular, y giraba sobre
sus extremos.
A veces parecía una esfera aislada y otras
semejaba un ladrillo de tosca forma; su rotación era de un par de minutos, su
superficie tenía jaspeadas motas de luz y sombra distribuidas al azar, y
destellaba como cristales fulgurando al sol.
Oculta bajo las nubes había materia
suficiente para sobrepujar cada planeta del Sistema Solar. Pero ¿qué más, se
preguntó Ayala, estaba oculto allí?...
Sobre el moviente y turbulento techo de
nubes, ocultando cualquier superficie planetaria, se deslizaban formas
circulares de oscuridad, como lunas ante un distante sol, discurriendo su
sombra bajo y sobre el alborotado paisaje nuboso.
Casi bruscamente la bruma se desvaneció.
La nave cayó a la base de una elevada capa de nubes, y emergió en una zona
clara de una región de hidrógeno con desperdigamiento de cristales.
La escena era tan ajena a todo lo
conocido, que durante un momento fue insensata para los ojos acostumbrados a
los colores y formas terrícolas. Lejos, muy lejos, abajo, se extendía un
interminable mar de jaspeado oro, surcado de riscos paralelos que podían ser crestas
de olas gigantes carentes de movimiento.
Aquella áurea vista no podía ser un
océano, pues se encontraba en la atmósfera extraterrestre.
Sólo podía ser otra capa nubosa.
La cámara de Odisea captó,
atormentadoramente borroso por la distancia, algo muy extraño. A varios
kilómetros de distancia, el áureo paisaje se convertía en un cono singularmente
simétrico, semejante a una montaña volcánica.
En torno a su cúspide exhibía un halo de
pequeñas nubes hinchadas, casi del mismo tamaño, aisladas, con algo perturbador
y antinatural en ellas, de ser posible aplicar la palabra natural en aquel
pavoroso panorama.
Movida por una turbulencia en la espesada
atmósfera, la nave viró y la pantalla solo mostró empañamiento. Al estabilizarse,
la figura estaba próxima pero tan enigmática como antes.
La interrumpían retazos de oscuridad, como
hendiduras conducentes a una capa más profunda de la atmósfera.
Ayala sintió que se le erizaban los
cabellos.
Las palabras que quiso pronunciar murieron
en sus labios, repentinamente resecos. Cerca, pero a la vez lejos, se tendía un
mar borroso de nubes.
No había ninguna de las misteriosas formas
de luminosidad que resplandecieron en la noche espacial.
Al fin asomó por delante la pálida alba;
la nave emergió al día.
Un espasmo de esperanza y miedo pasó cuando
la fría lógica reemplazó a la emoción. Durante largo rato, Ayala tuvo la mirada
clavada en el vacío extendido millones de kilómetros adelante, hasta la meta
que estaba seguro no alcanzaría nunca.
Cada sonido fue dominado por un bramido,
semejante a un tornado aproximándose. Ayala sintió las primeras ráfagas del
huracán azotándole el cuerpo y le costó gran esfuerzo permanecer sentado.
Como minúsculo y complicado juguete, Odisea
flotaba inerte e inmóvil en el vacío. El Capitán miró arriba, alarmado.
Aunque no dejaba cabida al miedo, vio una presencia
yendo directamente hacia él. La visión era tan increíble que heló su sistema
normal de reflejos; no intentó evitar al monstruo que se precipitaba hacia él.
En el último instante recuperó la voz y
gritó:
-¡Frenado
total...!-
Tal vez se había vuelto loco.
Quizás lo estaba pues se había convencido
que la brillante elipse emplazada sobre el oscuro fondo era un oscuro ojo,
mirándole fijamente mientras se aproximaba. Era un ojo sin pupila, pues nada cubría
su desnudez perfecta. El ojo que todo lo ve.
No fue hasta que la nave estuvo sólo a
ochenta mil kilómetros, que reparó en la mota negra en el centro exacto de la
elipse. Pero no había tiempo para ningún detallado examen, estaban listas las
maniobras terminales.
El propulsor principal de la Odisea liberó
sus energías fulgurando con la furia incandescente de los agonizantes átomos.
El lejano murmullo y el aumento de impulso
de los eyectores produjeron en Ayala una sensación de orgullo. Los motores hicieron
su trabajo con impecable eficacia.
La cosa del espacio se aproximaba tan
lentamente que apenas parecía moverse, haciendo imposible prever el momento
exacto en que impactaría contra la Odisea.
Los motores lanzaron sus últimos chorros
de impulso, y se apagaron.
La nave estaba en su órbita final,
completando una revolución cada tres horas a mil trescientos kilómetros por
hora, toda la velocidad posible en aquel débil campo gravitatorio.
La Odisea se había convertido en satélite
de un satélite.
Este era un objeto que nadie hubiese
reconocido. Era demasiado brillante para ser una estrella, pero se podía mirar
directamente sin molestia. No daba calor y al tender Ayala las desenguantadas manos
a los rayos al atravesar la ventana, no sentía nada sobre la piel.
-¡Esto es muy extraño!- La voz de Ayala se
apagó en un aturdido silencio. No era que se hubiese alarmado, sino que no
podía describir lo que veía.
Aquello era un cuerpo liso de unos
doscientos cincuenta metros de largo por sesenta y cinco de ancho, hecho de
algo sólido como la roca. Parecía retroceder como la ilusión óptica del objeto
tridimensional que parece volverse de dentro a afuera, intercambiando de súbito
sus partes, próxima y distante.
Eso ocurría en aquella inmensa y
aparentemente sólida estructura. Lo que pareció ser su cabeza se hundía en profundidades
infinitas desafiando las leyes de la perspectiva, pues su tamaño no disminuía
con la distancia.
Ayala tuvo el tiempo justo para una frase
que los hombres del Control de la Misión, no olvidarían jamás:
-¡El objeto es hueco... y... Dios mío...
está lleno de estrellas!-
En un lapso de tiempo demasiado breve para
ser medido, el espacio giró, y se torció sobre sí mismo sin sensación de
movimiento, pero cayendo hacia las estrellas titilantes en el oscuro corazón de
aquel lugar. No sabía dónde estaba.
Deseaba, ahora que ya era demasiado tarde,
haber prestado más atención a las teorías del hiperespacio, de conductos
tridimensionales.
Para el astronauta ya no eran simples teorías.
Sólo las estrellas se movían, al principio
tan lentamente que pasó algún tiempo antes de percatarse que escapaban fuera
del marco que las contenía. En un instante el campo de estrellas se extendía como
precipitándose hacia él a velocidad inconcebible.
Las estrellas del centro apenas se movían,
mientras las laterales aceleraban convirtiéndose en regueros luminosos antes de
desaparecer.
Otras las reemplazaban fluyendo en el
centro del campo de una fuente al parecer inextinguible.
Ayala se preguntó qué pasaría si una
estrella viniera hacia él, pero ninguna llegó tan cerca como para mostrar su
disco; todas viraban a un lado de la Odisea.
Era como si las paredes del espacio se
movieran con él, transportándolo a su desconocido destino. O quizá estaba sin
movimiento, y era el espacio que se movía frente a él. No sólo el espacio participaba
en la acción.
El reloj del panel instrumental de la nave
se comportaba de forma extraña.
Observó a las paredes de ébano deslizarse entre
cero y un millón de veces la velocidad de la luz. El mundo que le rodeaba era
extraordinario y maravilloso. Había viajado millones de kilómetros en busca de
misterio, ahora el misterio estaba yendo a él.
La figura estaba más luminosa, y los
regueros de las estrellas palidecían contra un firmamento lechoso, cuya
brillantez aumentaba.
Parecía como si la cápsula espacial se
dirigiera a un banco de nubes, uniformemente iluminado por los rayos de un
invisible sol.
Estaba emergiendo del túnel.
El distante extremo permaneció a distancia
indeterminada, ni aproximándose ni alejándose, obedeciendo las leyes normales
de la perspectiva. Se hizo próximo y ensanchado moviéndose hacia arriba, y Ayala
se preguntó si había caído en un túnel de tiempo y ascendía del otro lado.
Antes que la nave remontara supo que aquel
lugar no tenía nada que ver con cualquier mundo al alcance de la experiencia humana.
No había atmósfera pues veía cada detalle sin empañamiento, nítidos en un
horizonte remoto y liso.
Era un mundo de enorme tamaño, mucho más
grande que la Tierra, pero a pesar de su extensión, la superficie estaba
cubierta de formas artificiales con kilómetros de grosor.
Era como el rompecabezas de un gigante y
en los centros de las piezas, había pozos negros como la sima de la que acababa
de emerger. Pero el firmamento era aún más extraño e inquietante que el
improbable suelo. No había una estrella ni la negrura espacial.
Su aspecto era de suave resplandor produciendo
la impresión de infinita distancia.
Aquel firmamento no podía ser efecto
meteorológico de la niebla y la nieve; era un perfecto vacío. Más, el
firmamento no estaba totalmente vacío. Encima, inmóviles y formando dibujos al
parecer casuales, había miríadas de minúsculas motitas negras.
Resultaba difícil verlas por ser puntos de
oscuridad, pero vistas eran inconfundibles. Ayala recordó algo tan familiar e
insensato que rehusó aceptar el paralelismo, hasta que la lógica le obligó a
ello.
Aquellos boquetes en el negro firmamento
eran estrellas; podía estar contemplando un negativo de la Vía Láctea.
¿Dónde estoy, en nombre de Dios?, se
preguntó, con la seguridad que jamás conocería la respuesta.
Parecía que el espacio se hubiese vuelto
de dentro a afuera. Aquel no era lugar para el hombre. Aunque en el interior de
la nave hacía un calor confortable, sintió frío y lo atacó un temblor incontrolable.
Deseó cerrar los ojos y descartar la nada perlaba
que le rodeaba; pero la figura frente a él irradiaba tanta luz que parecía
estar hecho de oro al cual atravesó.
Ayala miró por el sistema retrovisor para
ver cómo se hundía por detrás el objeto, que había hecho caso omiso de la
Odisea, y descendía hacia una de las miles de grandes hendiduras y, segundos
después, desapareció en un fogonazo final áureo al zambullirse dentro.
Volvió a estar solo bajo aquel siniestro
firmamento, con la sensación de aislamiento y remoto alejamiento más abrumadora
que nunca.
Por primera
vez que pudiera recordar desde que era un niño, su mente se quedó en silencio.
Dio una vuelta, de maravilla en
maravilla, para ver las titilantes estrellas brillar en sus reinos, para ver
los millones de gradaciones de color
de la oscuridad de la noche y la vitalidad rojiza del horizonte.
El cosmos
se extendía exuberante sobre él y alrededor de él, abrazándolo.
Podría
quedarse aquí para siempre, perdido en la contemplación de las maravillas que
se desplegaban como los pétalos de
una flor que se abre y vuelve a abrirse.
Pero
entonces sintió un hormigueo en su piel. De mala gana, se veía a sí mismo
de nuevo. Frunció el ceño.
Notó que se hundía en el abigarrado y gigantesco
espacio, y otro de los abismos rectangulares se abría como una boca cerrándose sobre
la nave, cuyo reloj se inmovilizó, y una vez más cayó entre infinitas paredes
de ébano, hacia otro distante retazo de estrellas.
Ahora estaba seguro de no estar volviendo
al Sistema Solar, y en un ramalazo de atisbo supo lo que seguramente debía ser
aquel lugar.
Era una especie de aparato conmutador
cósmico, haciendo pasar el tránsito de las estrellas a través de inimaginables
dimensiones de espacio y tiempo.
Estaba pasando a través de la Gran
Estación Central de la Galaxia.
Muy lejos, al frente, las paredes de la
hendidura eran confusamente visibles a la débil luz de una fuente oculta. La
oscuridad se rasgó al lanzarse la nave espacial hacia arriba, hacia un
firmamento constelado de estrellas.
Se encontraba de nuevo en el espacio, pero
con una simple ojeada notó que estaba a siglos luz de la Tierra.
No intentó encontrar una de las
constelaciones conocidas del hombre, ninguna de las estrellas destellando
alrededor había sido contemplada por el ser humano a simple vista.
Se preguntó si aquella sería su propia
Galaxia, vista desde un punto más próximo a su rutilante y atestado centro.
Esperaba que lo fuera o en tal caso no
hallarse tan lejos de casa. Pero se dio cuenta que era un pueril pensamiento. Estaba
tan inconcebiblemente lejos del Sistema Solar, que era poca diferencia hallarse
en su propia Galaxia, o en la más distante que cualquier telescopio hubiese
vislumbrado.
Miró atrás y experimentó otra conmoción.
No había allí un mundo gigante de múltiples facetas. No había nada, excepto una
sombra, negra como la tinta sobre las estrellas, como una puerta abriéndose en
una estancia oscurecida en una noche más oscura aún.
Mientras la contemplaba, la puerta se
cerró.
No se retiró sino que se llenó lentamente
con estrellas, como si hubiese sido tapada una grieta en el espacio. Luego
quedó sólo en el cielo extraterrestre.
La nave espacial giraba lentamente, y al
hacerlo presentaba a su vista nuevas maravillas.
Fue primero un enjambre estelar
perfectamente esférico, cuyas estrellas se apiñaban al centro, convirtiéndose en
un eterno fulgor. Sus bordes exteriores eran definidos por un halo de soles
lentamente atenuado, emergiendo sobre el fondo de estrellas más distantes.
Aquella magnífica aparición era un cúmulo
globular. Ayala contemplaba algo que ningún ojo humano había visto jamás, sino
como un borrón luminoso a través de un telescopio.
No podía recordar la distancia del más
cercano cúmulo conocido, pero estaba seguro que no había uno en un radio de mil
años-luz del Sistema Solar.
Sabía que estaba bajo el poder de una
fuerza que lo había llevado allí desde que entró en el gusano espacial. Toda la
habilidad y pericia ingenieril de la Tierra parecía desoladoramente primitiva
ante los poderes que le conducían a un inimaginable sino.
Miró con fijeza al firmamento intentando
descubrir la meta a la que era llevado, quizás algún planeta en órbita
alrededor de un gran sol.
Pero no había nada que mostrase cualquier
disco visible o una excepcional brillantez; de haber planetas en órbita no se
distinguían sobre el fondo estelar.
Supo que algo extraño ocurría delante de la
nave.
Apareció un blanco fulgor cuyo brillo
aumentaba rápidamente, y se preguntó si estaba viendo una de las súbitas
explosiones que perturban a la mayoría de las estrellas.
La luz se hizo más brillante y azul, esparciéndose
a lo largo del borde del sol, cuyas tonalidades rojo sangre palidecieron por el
contraste. Era como si estuviera contemplando alzarse el sol.
Y así era, en verdad.
Sobre el inflamado horizonte se alzaba
algo no más grande que una estrella, pero tan brillante que el ojo no podía
soportarlo. Un simple punto de radiación blanquiazul se movía veloz ante el
gran sol.
Debía hallarse muy próximo a su gigantesco
compañero, porque debajo de él, arrastrado hacia arriba por su tirón
gravitatorio se alzaba una columna ígnea de miles de kilómetros de altura.
Era como si la ola de una marea de fuego
discurriese a lo largo del ecuador de la estrella, en vana persecución de la
extraña aparición que cruzaba a gran velocidad por su firmamento.
Ayala comprendió que estaba moviéndose.
Frente a él, una de las estrellas se tornaba más brillante con rapidez, y derivó
contra su fondo.
Debía ser un cuerpo pequeño y redondo,
quizás el mundo al que viajaba. Llegó con insospechada velocidad; y vio que no
era ningún mundo en absoluto. Su destino no estaba allí sino más adelante, en
el inmenso sol carmesí hacia el cual estaba yendo la Odisea.
El horizonte se abrillantó trocando su
color rojo sombrío en amarillo, luego en azul y en un intenso violeta. La brillante
figura se alzaba sobre el horizonte, arrastrando su marea estelar.
Ayala protegió los ojos del intolerable
fulgor del pequeño sol, enfocando el revuelto paisaje estelar cuyo campo
gravitatorio aspiraba al firmamento.
Estaba moviéndose a través de un nuevo
orden de creación, con el cual pocos han soñado siquiera. Más allá de los
reinos del mar y la tierra y el aire y el espacio se hallaba el reino del
fuego, del cual él sólo había tenido el privilegio de tener un vistazo.
Era demasiado esperar que también lo
comprendiese.
La columna de fuego se movía sobre el
borde del sol, como una tormenta más allá del horizonte. En el interior de la nave,
protegido de un medio que podría aniquilarle en una milésima de segundo, Ayala esperó
cualquier cosa que pudiese suceder.
Oscureció y el débil bramido de los
huracanes estelares se desvaneció.
La cápsula espacial flotaba en el silencio
de la noche.
Flotaba en el espacio libre, mientras se
extendía en todas direcciones un infinito enrejado de oscuras líneas de
filamentos, a lo largo de los cuales se movían minúsculos nódulos de luz
algunos lentamente, y otros a vertiginosa velocidad.
Sabía que estaba observando la operación
de una gigantesca mente, contemplando el universo del cual era una ínfima
parte.
Los cristalinos planos y celosías, y las
entrelazadas perspectivas de moviente luz, titilaron y dejaron de existir, al
trasladarse Ayala a un reino de consciencia que nadie había experimentado.
Al principio, pareció como si el tiempo
corriera hacia atrás. Estaba dispuesto a aceptar esta maravilla antes de
percatarse de la verdad.
Un espectral resplandor se formó en el
vacío solidificando una losa de cristal que perdió su transparencia, bañado por
pálida luminiscencia.
En las profundidades de su superficie se
movieron franjas de luz y sombra, formando rayados diseños entremezclados que
giraban lentamente.
Las incandescentes formas no repercutían
los secretos en el corazón de cristal. Al apagarse, las paredes protectoras se
desvanecieron en la inexistencia de la que habían emergido, y lo que parecía
ser un rojo sol llenó el firmamento.
Fulguró llameante el metal y el plástico
de la nave y el atraje del solitario viajero.
Fue entonces cuando recordó su hogar, su
familia, su vida en la Tierra y deseó regresar.
Era tiempo de emprender la marcha, aunque
no deseaba abandonar jamás aquel lugar donde había renacido, pues él sería
siempre parte del ente que empleó aquella aventura para sus inescrutables
designios.
La dirección de su destino aparecía clara
ante él, sin necesidad de seguir la senda por la que había venido.
Con los instintos de millones de años a
cuestas, percibía que había más caminos que uno a la espalda del espacio.
Aquí estaba él, al garete en aquel gran
río de soles, a medio camino entre los incendios del núcleo galáctico, y las
solitarias y desperdigadas estrellas centinelas del infinito.
Y aquí deseaba estar, en la parte más
lejana del abismo en el espacio, aquella serpentina banda de oscuridad vacía de
toda estrella.
Inconscientemente lo había atravesado una
vez; ahora debía atravesarlo de nuevo, esta vez por su propia voluntad.
El pensamiento le llenó de súbito y
glacial terror, al punto que por un momento estuvo totalmente desorientado, y
su nueva visión del Universo tembló y amenazó hacerse añicos.
No era miedo a los abismos galácticos lo
que helaba su alma, sino una profunda inquietud que brotaba desde el futuro por
nacer. Había dejado atrás las escalas del tiempo de su origen humano, y
contemplando la noche sin estrellas, conoció atisbos de la eternidad que ante
él se abría.
Recordó que nunca estaría solo, y cesó su
pánico restaurándole la percepción del Universo que cuando necesitara guía en
sus vacilantes pasos, allí estaría ella.
Confiado cual buzo en grandes
profundidades que ha recuperado el dominio de sus nervios y su ánimo, lanzóse a
través de los años-luz. Estalló la Galaxia del marco mental en que la había
encerrado; estrellas y nebulosas se derramaron pasando ante él con infinita
velocidad.
Soles fantasmales explotaron y quedaron
atrás, mientras se deslizaba como sombra a través de sus núcleos; la fría y
oscura inmensidad del polvo cósmico que tanto temiera, parecía el batir de un ala
de cuervo ante la cara del sol.
Las estrellas se diluían, el resplandor de
la Vía Láctea trocaba en pálido resplandor de la magnificencia que él conociera,
y estaba dispuesto a volver a conocer. Volvía a estar donde lo deseaba, en el
espacio que los hombres llaman real.
Sin embargo, múltiples dudas le asaltaron.
¿En cuál época retornaría a la Tierra?,
¿sus hijas serían abuelas?, ¿sus padres todavía no habrían nacido?,
¿encontraría el planeta en las cavernas o en un estado de mayor avance
evolutivo?, ¿encontraría todo igual que antes de partir o no encontraría
nada?...
Resultaba difícil respirar; la presión había
bajado a la mitad de lo normal. El aullido del huracán se debilitó a medida que
perdía fuerza, y el aire enrarecido no transmitía el sonido.
Los pulmones de Ayala se esforzaban como estando
en la cima del Everest. Como cualquier hombre saludable entrenado, podría
sobrevivir en el vacío al menos un minuto si disponía de tiempo para
prepararse.
Pero allí no había tiempo; sólo los quince
segundos de conciencia antes que su cerebro quedase paralizado y le venciera la
anorexia.
Las lámparas de emergencia brillaban bañando
con su luz el curvado pasillo al retornar de nuevo hacia su planeta y lo que
temía hallar. Hasta que, repentinamente, escuchó aquello que hubiese querido
escuchar:
-¡Aquí Control de Misión Houston, Odisea,
aquí Control de Misión. Hemos completado los análisis de su dificultad retorno
y todo está OK. Informe!-
-¿Qué ocurre?- Preguntó.
-¡Ayala, ¿dónde estuvo durante todo este
tiempo?-
-¡En la Puerta de las Estrellas!-
-¿Cómo
dijo? Ayala, ¿tiene algo que informar?-
-¡Si, Houston!-
-¡Informe!-
-¡Regreso a casa!-
Apareció la familiar vista de la Tierra
creciendo ante la fase de medialuna trasladándose al lado distante del sol, y empezando
a volver su cara de total luz diurna hacia ellos.
Se hallaba centrada en la retícula del
ojo; el haz luminoso enlazaba a la Odisea con su mundo de origen.
Las esperanzas del astronauta habían sido
sus únicas armas en aquella arriesgada odisea espacial, sin esas armas el hombre
no habría conquistado su propio mundo.
En ellas había puesto alma y corazón, y le
habían servido bien.
Ahora comprendía que la raza humana en su
totalidad estaba viviendo con el tiempo contado en una vida que no era suya.
Una vida que le pertenece a…
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