domingo, 14 de octubre de 2018

La Crónica de una Muerte Anunciada

Crónica de una muerte anunciada, es el título de una célebre novela del ya fallecido aunque inmortal genio de la escritura Gabriel García Márquez, la cual fue publicada en 1.981. Dicho texto llegó a ser considerado una de las mejores novelas en español del siglo XX. La novela representó un acercamiento entre lo periodístico y lo narrativo, y una aproximación a la novela policíaca. La historia contada se inspira en un suceso real, ocurrido en 1.951, del cual el autor tomó la acción central (el crimen), los protagonistas, el escenario y las circunstancias, alterándolo narrativamente, pero sin descuidar los datos y las precisiones obligadas en toda crónica periodística.
Y fue precisamente la crónica de una muerte anunciada el asesinato, hace 188 años, el 4 de junio de 1.830, del Gran Mariscal Antonio José de Sucre y Alcalá, un militar venezolano con mayores y mejores aptitudes castrenses que Bolívar, al cual prefirió secundar.
Un día viernes, muy temprano en la mañana, Sucre inició una solitaria marcha rumbo a su cita final por cuanto moriría asesinado en la montaña de Berruecos, Colombia. No solamente fue un egregio prócer militar, político y estadista, figura fundamental de nuestra independencia y uno de los más leales y consecuentes amigos y compañeros de armas del Libertador.
También participó en la campaña de Miranda (1.812) contra los realistas, y en 1.818 marchó a Angostura, convirtiéndose en uno de los mejores lugartenientes de Simón Bolívar, cuya amistad y respeto mantuvo de manera firme hasta el fin de sus días. Obtuvo decisivas victorias en Pichincha (24-5-1.822) y Ayacucho (6-12-1.824), acción que significó el fin del dominio español en el continente sudamericano.
Así mismo fue nombrado por el parlamento peruano Gran Mariscal y General en Jefe de los Ejércitos, proclamó la República de Bolivia, de la cual fue designado presidente vitalicio, pero renunció a tal cargo en 1.828, a raíz de los motines en la nueva nación y la oposición del Perú a la independencia boliviana. El 4 de junio de 1.830 regresaba a Ecuador con el propósito de mantener la unión grancolombiana, que ya se encontraba en proceso de disolución, pero fue asesinado en la sierra de Berruecos, víctima de una emboscada, cuando apenas tenía 35 años de edad.
Su asesino fue el coronel Apolinar Morillo, quien hirió mortalmente el corazón del Mariscal. Tuvo como secuaces a José Erazo y Andrés Rodríguez, quienes huyeron una vez consumado el hecho por temor a ser descubiertos.
El asesinato de Sucre fue la crónica de una muerte anunciada, por cuanto el crimen fue planificado y ejecutado con alevosía, ensañamiento, ventaja y premeditación. Tras la cobarde acción, allí permaneció su cadáver por más de 24 horas hasta que los pobladores de las localidades cercanas le dieran cristiana sepultura. Pero eso no es todo lo que debemos saber al respecto. Si el mariscal se hubiese ido por Buenaventura, allí lo esperaba el general Pedro Murgueitio para darle muerte; si optaba por la vía de Panamá lo acechaba el general Tomás Herrera, y desde Neiva lo vigilaba el general José Hilario López.
Y no solamente existía el anuncio de esas cuatro emboscadas tendidas esperando darle fin, sino que tres días antes de su muerte, el periódico “El Demócrata” de Bogotá publicó el siguiente artículo:
“Acabamos de saber con asombro, por cartas que hemos recibido por el correo del Sur, que el general Antonio José de Sucre ha salido de Bogotá… Las Cartas del Sur aseguran también que ya este general marchaba sobre la provincia de Pasto para atacarla; pero el valeroso general José María Obando, amigo y sostenedor firme del Gobierno y de la libertad, corría igualmente al encuentro de aquel caudillo y en auxilio de los invencibles pastusos. Puede que Obando haga con Sucre lo que no hicimos con Bolívar…”.
Esta fue, sin duda, una macabra conspiración política de gran audacia y magnitud, todavía en vida de Bolívar, a quien asumían ya sin poder ni salud para vengar su muerte. Con el asesinato de Sucre, lograron sus detractores lo que no pudieron materializar ni culminar con éxito 20 meses antes, en el atentado contra Bolívar en Bogotá, en la fría noche del 25 de septiembre de 1.828.
Para la posteridad, el cuadro al óleo que muestra la imagen de cómo habría sido su ruin asesinato, lo hizo Arturo Michelena en 1.895, con su obra: “Asesinato de Sucre en Berruecos”.
Era público y notorio que Sucre sería asesinado durante su trayecto, quizás él lo sabía, tal vez por esa razón elije viajar solo.
Pero todavía queda mucho por decir acerca de este anunciado crimen.
El primer favorecido con dicho delito fue el general Juan José Flores porque si Sucre hubiese retornado a Ecuador, Flores nunca hubiese sido el primer presidente de la nación, aun cuando Sucre estaba tan cansado de la actividad pública que solo deseaba descansar al lado de su mujer, la marquesa de Solanda y así se lo había hecho saber al Libertador.
Son muchos los indicios que señalan a Flores de ser el actor intelectual del monstruoso crimen. Otros acusan a Obando, todos los hechos hacen ver que este fue el principal actor intelectual del hecho. Lo dicho y hecho por este general pone muy en duda que sea inocente del asesinato. Apunta el historiador Rumazo González: “Obando, desde la ciudad de Pasto pone en circulación la noticia, pero Obando cae en el error de dar varias versiones. Al prefecto del Departamento le informa que han asesinado al general Sucre “para robarlo”, y los agresores fueron soldados del ejército del Sur que pocos días antes él (Obando) había sabido que habían pasado por la ciudad de Pasto. Mientras a Isidoro Barrigas, comandante general de Quito y futuro esposo de la viuda de Sucre, le escribió diciéndole: “ha sido el inveterado malhechor Noguera”.
Obando, para comunicarse con el general Juan José Flores utiliza los servicios del sacerdote Juan Ignacio Valdez, porque requiere la seguridad absoluta. Este clérigo declaró en el proceso:
“Es verdad haber conducido las comunicaciones del general Obando y del coronel del batallón Vargas, dando parte del asesinato; habiendo llegado a la villa de Ibarra supe que el general Flores se había marchado para Guayaquil (...) y tuve bien entregar a señor de la provincia de Imbaraura los pliegos que traía en compañía del segundo ayudante del batallón Vargas, Pedro Frías.”
Hay otros indicios que señalan como planificador del crimen a José María Obando; otros al general Juan José Flores y al general Hilario López. Pero sigamos con la narración del escritor Rumazo González:
“¿Qué hizo la viuda en Quito? A los veinticinco años de edad, con solo dos de casada y una hija, Teresita de once meses. El diputado Andrés García, fugitivo de Berruecos hubo de darle la lúgubre nueva el día preciso que el mariscal era esperado en su casa. ¿Qué hace la viuda? Busca y hala quienes viajan a Berruecos para que traigan el cadáver. Van en este triste encargo, el mayordomo del Deán Isidoro Arauzy y el fidelísimo negro Caicedo y peones, el féretro llega, a escondidas, a la hacienda; no viajaban sino de noche, para no ser descubiertos. ¿Qué temían? Una profanación de esos despojos. Y hasta su robo y destrucción”.
Más adelante dice Rumazo González: “La viuda escondió los restos para llorar en silencio su dolor”. Fueron escondidos en la Iglesia del Carmen Bajo. Pero, ¿Mariana Carcelén, marquesa de Solanda y esposa del mariscal Sucre adoró a su esposo con tanta pasión como él a ella? Mariana de Carcelén, no tenía mucho tiempo de ser viuda de Sucre cuando contrajo segundas nupcias con el general Isidoro Barrigas.
Por otro lado, apunta el tradicionalista ecuatoriano Rafael María de Guzmán: “No supo conservar con fervor que merecía los objetos pertenecientes al Vencedor de Pichincha, una cierta vez, una sirvienta de la marquesa de Solanda golpeó con una piedra la espada que el Congreso del Perú le había obsequiado al Gran Mariscal de Ayacucho. Esta vulgar acción era con el objeto de extraer las piedras preciosas de la espada para incrustarlos en aretes y anillos de mujer...Pero por otra parte, en el Museo de los Libertadores en Lima se encuentra una cama de campaña que perteneció a Sucre que la viuda del héroe vendió al Gobierno del Perú”.
Como podemos ver ese fue el cariño que le profesó la marquesa de Solanda a su esposo Antonio José De Sucre. Entonces ¿qué le hizo esconder los restos de Sucre durante 70 años? Desde 1.830 hasta 1.900, cuando un familiar de la marquesa de Solanda al sentirse muy cerca de su muerte revela donde estaban enterrados. No parece ser cierto que los escondió de los enemigos del Libertador, porque si así hubiese sido los del Libertador que permanecieron mucho tiempo en Colombia los hubieran destruidos. Y para enredar más las cosas ¿qué pretendió Mariana Carcelén al hacerle la carta a Obando?:
“Estos fúnebres vestidos, este pecho rasgado, el pálido rostro y desgreñado cabello, están indicando tristemente los sentimientos dolorosos que abruman mi alma. Ayer esposa envidiable de un héroe, hoy objeto lastimero de conmiseración, nunca existió un mortal más desdichado que yo. No lo dudes, hombre execrable; la que te habla es la viuda desafortunada del Gran Mariscal de Ayacucho.
Heredero de la infamia y de los delitos aunque te complazca el crimen, aunque él sea el hechicero dime, descordado, para saciar esa sed de sangre ¿era menester inmolar una víctima ilustre, una víctima tan inocente? ¿Ninguna otra podía aplacar su saña infernal? Yo te lo juro he invoco por testigo al alto cielo, un hombre más recto que el de Sucre nunca palpito en pecho humano. Unida a él por lazo que tu bárbaro, fuiste capaz de desatar: unida a su memoria por vínculos que tu poder maléfico no alcanza a romper no conocí en mi esposo sino carácter bondadoso, una lama llena de benevolencia y generosidad.
Más no pretendo hacer aquí la apología del general Sucre. Ella está escrita en los fastos gloriosos de la Patria. No reclamo su vida: esa pudisteis arrebatársela, pero no restituirla. Tampoco busco la represalia: Mal pudiera dirigir el acero vengador la trémula mano de una mujer. Además el Ser Supremo, cuya sabiduría quiso que sus fines inescrutables consentir en tu delito sabrá exigirte un día cuanta más severa. Mucho menos imploro tu compasión: ella me servirá de un cruel suplicio. Solo pido que me des las cenizas de tu víctima. Si dejas que ella se alejen de esas hórridas montañas, lúgubre guarida del crimen y de la muerte y del pestífero influjo de su presencia, más terrífica todavía que la muerte y el crimen. Tus atrocidades. Inhumana, no necesitan nuevos testimonios. En tu frente feroz impresa con carácter indeleble la reproducción la reprobación del Eterno. Tu mirada siniestra, es testigo de la virtud, tu nombre horrendo. El epígrafe de la inquietud y la sangre que enrojece tus manos patricidas, el trofeo del delito. ¿Aspiras a más? Cédeme, pues, los despojos mortales las tristes reliquias del héroe, del padre del padre del esposo y toma en retorno las tremendas imprecaciones de su Patria, de su huérfana viuda.
M. S. De Solanda”.
La marquesa de Solanda sabía exactamente donde estaban los restos de su marido, ¿de quién se protegía? escondiéndolos no podían delatar al criminal. Por estas razones hay quienes piensan que el asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho fue un crimen político con tinte pasional.
Esta carta fue una cortina de humo de la Marquesa de Solanda para disimular que ella tuvo escondido el cadáver de su marido, todo el tiempo, y tan solo 70 años después del monstruoso asesinato, una tía suya develó donde lo tenía secretamente enterrado.
Los asesinos materiales del Gran Mariscal de Ayacucho, a los que se les comprobó el crimen, la gran mayoría fueron cayendo uno a uno. Los ejecutores del crimen fueron condenados a ser pasados por las armas; así fueron muertos Apolinar Morillo, Juan Gregorio Sarría, Fidel Torres. Pero, Antonio María Álvarez había fallecido cuando lo sentenciaron a muerte. En cuanto a José Erazo, fue condenado a larga prisión y remitido a Cartagena. Hubo tres ejecutores más: Juan Cuzco, Andrés y Juan Gregorio Rodríguez a los cuales Obando los mandó a envenenar por temor de ser delatado.
Obando, principal acusado del asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho; fue Ministro de Guerra entre 1.830 y 1.831; cayó preso en 1.839, en Popayán, para ser juzgado por el asesinato de Berruecos. Se alzó en armas en enero de 1.840, fue a juicio, se fugó y se vuelve a sublevar en Timbo. Es derrotado y huye a Perú. Mediante un decreto fue indultado, regresó a Bogotá en 1.849, se hace Gobernador de Cartagena, luego Presidente de la Cámara de Diputados; sirve de ejecutor en la orden del Presidente José Hilario López, su amigo, de la expulsión de los jesuitas en 1.850.
Tres años más tarde llega a ser Presidente de la República, fue derrocado al año justo de su gobierno; el Senado lo destituyó. Murió el 29 de abril de 1.861 en la guerra civil que comenzó en 1.860. Obando, huía derrotado, en el combate del Rosadal y cayó asesinado en el sitio de Cruz Verde, cuando lo alcanzaron tres persecutores y lo alancearon. Tenía una cortada profunda en la nariz y cinco heridas mortales de lanza, de las cuales una le atravesó un pulmón y el hígado. Obando, sentíendose morir con muchas cuentas pendientes, llamó a un sacerdote. No había ninguno de su bando, entonces le llaman a un cura del ejército contrario quien lo confesó muy bien, y le dijo:
“José María Obando, yo te absuelvo en el nombre del Padre del Hijo y del Espíritu Santo...”
Obando admirado por la gentileza del sacerdote agarrándole las manos, le preguntó ¿cómo te llamas, hijo? El cura le contestó: Antonio José de Sucre, y allí Obando enmudeció para siempre. Había muerto en las manos de Antonio José de Sucre, sobrino del Gran Mariscal de Ayacucho quien llevaba su mismo nombre y apellidos porque también era de Sucre Alcalá.
Esta bella historia circuló en 1.861, pero el propio padre Antonio José de Sucre Alcalá y Alcalá la desmintió, más tarde, relatando que cuando él llegó al lado de Obando, ya estaba muerto.
Dice Tulio Febres Cordero que el Dr. Antonio José de Sucre Alcalá y Alcalá, era un hombre de armas a tomar y no fue soldado porque le habían asignado la tarea de cuidar al propio Obando a la cual se negó.
Otras dos anécdotas del padre Sucre: Una sucedió en el Senado colombiano: ahí tuvo un altercado con un parlamentario, este le dijo “Yo no peleo con hombres que llevan sotana”, el padre Antonio José de Sucre Alcalá y Alcalá se quitó el hábito y le dio de golpes al legislador. La otra anécdota, en la fecha del centenario del nacimiento del Gran Mariscal de Ayacucho se alteró muchísimo porque en lugar de tener galardonada la Plaza Mayor para festejar el natalicio de Antonio José de Sucre, la tenían de luto con trapos y banderas negras. Rompió todas las que pudo y no dejó que nadie entrara a la plaza hasta que no quitaran el último trapo negro.
El asesinato de Sucre, cometido tan a sangre fría estaba previsto, era sabido por todos y fue anunciado públicamente con anticipación, coincidiendo con el aparecimiento de los partidos políticos, es decir, del odio de La Gran Colombia, en la gran Colombia. Habían desaparecido todos los bienes, y nos quedaba el de la independencia.
Las nociones del orden, de la libertad y de la autoridad, se habían alterado grandemente en la Gran Colombia el año 1.830; y de ahí el odio de los partidos políticos, y de ahí el crimen de Berruecos. Sucre era el más firme apoyo al orden, y era necesario eliminarlo, quitarlo del medio, darle muerte, y antes calumniarlo, hacerlo sospechoso y entregarlo a la furia desesperada de los partidos; y Sucre fue calumniado y la prensa periódica lo denigró, y sus enemigos denunciaron como criminales hasta las secretas intenciones del héroe de Pichincha y de Ayacucho.
El crimen de Berruecos coincidió con el nacimiento de los partidos políticos, en Colombia; y el nacimiento de los partidos políticos en los pueblos regidos por instituciones democráticas, es el comienzo del odio ciego, intransigente de unos ciudadanos contra otros; es el principio de las divisiones y la causa de la ruina de los pueblos. El crimen de Berruecos fue la primera piedra miliaria puesta en el camino del odio: desde entonces acá cuántas llevamos puestas.
Sucre había recibido avisos repetidos de que iba a ser asesinado; pero no lo creía, era tan moderado; no tenía ambición ninguna; su conciencia recta y honrada, estaba tranquila; confiado en su inocencia y aguijoneado por el cariño de esposo y el amor de padre, venía a Quito, llevando contadas todas las jornadas, para llegar a esta capital en un día dado y celebrar aquí la fiesta doméstica de su cumpleaños, el primer cumpleaños que el Gran Mariscal debía festejar en medio de los suyos, en la paz de su hogar, sentado a la mesa de la familia y regalado por música que había de empapar en placido regocijo de su alma.
El alma delicada de Sucre, herida por la calumnia, amargada por la ingratitud, marchita por la traición, suspiraba por la paz del hogar doméstico: allí el Vencedor de Ayacucho esperaba encontrar reposo, dejando caer su cabeza coronada de gloria, no hubo sino el fango inmundo de un camino público en Berruecoss, ya allí cayó, rota por la bala fratricida.
El escritor colombiano Álvaro Mutis, cuenta acerca del hallazgo de los manuscritos de un Coronel de origen polaco llamado Miecislaw Napierski, vendidos en la subasta de un librero de Londres pocos años después de terminada la segunda guerra mundial.
Napierski viajó a Colombia para ofrecer sus servicios en los ejércitos libertadores, habiéndose embarcado en Kingston, Jamaica, en la fragata inglesa Shanon que se dirigía a Cartagena.
El 29 de junio de 1.830, el polaco conoció al Libertador quien venía desde Bogotá cumpliendo su periplo final que eventualmente lo conduciría hasta el sepulcro el 17 de diciembre de ese mismo año, en la localidad cercana de Santa Marta.
Es impresionante la animada recolección que hace Napierski de las conversaciones que sostuvo durante varios días con el Libertador, quien ya se hallaba en estado de evidente postración, debido a lo avanzado de su enfermedad física y lo que es peor, de su enfermedad moral, por el desencanto, frustración, tristeza y dolor, producto de las traiciones, inconsecuencias y deslealtades de sus propios compañeros de armas.
Particularmente desgarradora y patética resulta la escena que nos narra Napierski, cuando el Libertador recibió la noticia del asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho. Esta noticia le produjo una recaída en su enfermedad, la cual al decir del médico que lo atendía, agravaría aún más las condiciones de salud ya bastante precarias del héroe.
El portador de la infausta nueva fue el Capitán Vicente Arrazola, antiguo ayudante del General Santander y quien había puesto en conocimiento inmediatamente después de su arribo a Cartagena al edecán del Libertador, Andrés Ibarra, sobre tan terrible acontecimiento.
-¡Siéntese Arrazola!- le invitó Bolívar sin quitarle la vista de encima. Arrazola siguió en píe rígido. -¿Qué noticias nos trae de Bogotá? ¿Cómo están las cosas por allá?-
-¡Muy agitadas, Excelencia, y le traigo nuevas que me temo van a herirle en forma que me siento culpable de ser quien tenga que dárselas!-
-¡Ya hay pocas cosas que puedan herirme, Arrazola, serénese y dígame de que se trata!-
El Capitán dudó un instante, intentó hablar, se arrepintió y sacando una carta del portafolio con el escudo de Colombia que traía bajo el brazo, se la alcanzó al Libertador. Este rasgó el sobre y comenzó a leer unos breves renglones que se veían escritos apresuradamente. En ese momento entró en punta de píe el General Montilla quien se acercó con los ojos irritados y el rostro pálido. Un gemido de bestia herida partió del catre de campaña sobrecogiendo a todos los presentes.
Bolívar saltó del lecho como un felino y tomando por las solapas al oficial le gritó con voz terrible:
-¡Miserables! ¿Quiénes fueron los miserables que hicieron esto? ¿Quiénes? Dígamelo, se lo ordeno, Arrazola!- y sacudía al oficial con una fuerza inusitada. -¿Quién pudo cometer tan estúpido crimen?-
Ibarra y Montilla acudieron a separarlo de Arrazola, quien lo miraba espantado y dolorido. De un manotón logró soltarse de los brazos que lo retenían y se fue tambaleándose hacía la silla donde se derrumbó dándole la espalda a los demás.
Montilla invitó a los presentes a salir del cuarto y dejar solo al Libertador.
Al abandonar la habitación, Napierski pareció ver que sus hombros bajaban y subían al impulso de un llanto secreto y desolado.
Napierski preguntó a los demás presentes acerca de la reacción tan violenta del Libertador, a lo que el General José Laurencio Silva le contestó que ello se debía al hecho de haberse enterado el gran hombre, en forma tan repentina, del horrible asesinato de Sucre, a quien consideraba como su propio hijo.
Montilla de seguidas se dirigió a Napierski y le dijo: No nos deje ahora Coronel, ayúdenos a acompañar al Libertador, a quien esta noticia le hará más daño que todos los otros dolores de su vida juntos.
Con este corto dialogo concluyó el Coronel Miecislaw Napierski su recuento de lo que vivió y presenció ese 1 de julio de 1.830, en la amplia casona que ocupaba el Libertador, con sus patios empedrados, llenos de geranios un tanto mustios que le daban un aspecto de cuartel. En esa casona, en una amplia habitación vacía, con alto techo artesanado, un catre de campaña al fondo contra un rincón y una mesa de noche llena de libros y papeles, se produjo la escena que acabamos de narrar y que con bastantes posibilidades de certeza, estuvo matizada y salpicada con los detalles expresados anteriormente.
¿Será este el final de esta muerte anunciada? O acaso quedarán aún cabos sueltos por atar.
Solo el padre tiempo lo sabrá.



Lic./Psic. J. A. Gòmez Gimènez.


Crònica de una muerte anunciada

Crónica de una muerte anunciada
de Gabriel García Márquez Ver y modificar los datos en Wikidata

GéneroNovela Ver y modificar los datos en Wikidata
SubgéneroNovela policíaca y realismo mágico Ver y modificar los datos en Wikidata
IdiomaEspañol Ver y modificar los datos en Wikidata
EditorialLa Oveja Negra
PaísColombia Ver y modificar los datos en Wikidata
Fecha de publicación1981 Ver y modificar los datos en Wikidata
FormatoImpreso
Páginas137
Serie
Crónica de una muerte anunciada
Crónica de una muerte anunciada es una novela del escritor ColombianoGabriel García Márquez, publicada por primera vez en 1981. Fue incluida en la lista de las 100 mejores novelas en español del siglo XX del periódico español El Mundo.1

La novela representó un acercamiento entre lo periodístico y lo narrativo, y una aproximación a la novela policíaca. La historia contada se inspira en un suceso real, ocurrido en 1951, del que el autor tomó la acción central (el crimen), los protagonistas, el escenario y las circunstancias, alterándolo narrativamente, pero sin descuidar nunca los datos y las precisiones obligadas en toda crónica periodística.2
Hace 185 años, el 4 de junio de 1830, día viernes, muy temprano por la mañana, Antonio José de Sucre toma el camino de su cita final. Murió asesinado en la montaña de Berruecos, en Colombia, el Gran Mariscal de Ayacucho, egregio prócer militar, político y estadista venezolano, figura fundamental de nuestra independencia, uno de los más leales y consecuentes compañeros de armas e ideas del Libertador, Simón Bolívar.
Antonio José de Sucre y Alcalá había nacido en Cumaná, estado Sucre, el 3 de febrero de 1795. Participó en la campaña de Miranda (1812) contra los realistas, y en 1818 marchó a Angostura, convirtiéndose en uno de los mejores lugartenientes del Libertador, Simón Bolívar, cuya amistad y respeto mantuvo de manera firme hasta el fin de sus días. Obtuvo decisivas victorias en Pichincha (24-5-1822) y Ayacucho (6-12-1824), acción que significó el fin del dominio español en el continente sudamericano.
Nombrado por el parlamento peruano Gran Mariscal y General en Jefe de los Ejércitos, proclamó la República de Bolivia, de la cual fue designado presidente vitalicio, pero renunció a tal cargo en 1828, a raíz de los motines en la nueva nación y la oposición del Perú a la independencia boliviana. El 4 de junio de 1830 regresaba a Ecuador con el propósito de mantener la unión grancolombiana, que ya se encontraba en proceso de disolución, pero fue asesinado en la sierra de Berruecos, víctima de una emboscada, cuando apenas tenía 35 años de edad.
El asesinato de Sucre fue como una “Crónica de una muerte anunciada”, ya que el mismo fue planificado y ejecutado en las Montañas de Berruecos- Arboleda (Nariño) Colombia, con alevosía, ensañamiento, ventaja y premeditación. Tras la cobarde acción, allí permaneció su cadáver por más de 24 horas hasta que los pobladores de las localidades cercanas le dieran cristiana sepultura. Si el mariscal se hubiese ido por Buenaventura, allí lo esperaba el general Pedro Murgueitio para darle muerte; si optaba por la vía de Panamá lo acechaba el general Tomás Herrera, y desde Neiva lo vigilaba el general José Hilario López.
Tres días antes de su muerte, el periódico “El Demócrata” de Bogotá publicó el siguiente artículo:
“Acabamos de saber con asombro, por cartas que hemos recibido por el correo del Sur, que el general Antonio José de Sucre ha salido de Bogotá… Las Cartas del Sur aseguran también que ya este general marchaba sobre la provincia de Pasto para atacarla; pero el valeroso general José María Obando, amigo y sostenedor firme del Gobierno y de la libertad, corría igualmente al encuentro de aquel caudillo y en auxilio de los invencibles pastusos. Puede que Obando haga con Sucre lo que no hicimos con Bolívar…”.
Fue una macabra conspiración política de gran audacia y magnitud, todavía en vida de Bolívar, a quien asumían ya sin poder ni salud para vengar su muerte. Con el asesinato de Sucre, lograron sus detractores lo que no pudieron materializar ni culminar con éxito 20 meses antes, en el atentado contra Bolívar en Bogotá, en la fría noche del 25 de septiembre de 1828.
Para la posteridad, el cuadro al óleo que muestra la imagen de cómo habría sido su ruin asesinato, lo hizo Arturo Michelena en 1895, con su obra: “Asesinato de Sucre en Berruecos”.