sábado, 4 de mayo de 2024

Más allá de las Estrellas - J. A. Gómez Giménez

 




     La noche siguió su curso con la Luna en medio de constelaciones que pocos humanos habían contemplado.

     La nave espacial Odisea atravesó el firmamento, alzándose al cenit, desviándose en dirección Este, hacia un deslumbrante punto de luz más brillante que cualquier estrella.

     El único mortal a bordo era el Capitán Arturo Ayala, militar y profesor de física prestado a la astronomía. Valiente como pocos, intrépido como muchos menos.

     Con la última luz del día partió de la Tierra en una misión que la NASA no tenía contemplada en su agenda.

     No hasta que esa misteriosa manifestación cósmica bautizada por los científicos espaciales como Agujero de Gusano, hizo acto de presencia.

     En física, un Agujero de Gusano es una teoría, característica topológica de un espacio-tiempo descrita en las ecuaciones de la relatividad general, que consiste en un atajo a través del espacio y el tiempo.

     Tiene dos extremos conectados a una única garganta, donde podría desplazarse la materia.

     No existe evidencia que el espacio-tiempo conocido contenga estructuras de este tipo, por lo que es solo una posibilidad teórica en la ciencia.

     Para eso aquel astronauta de origen latino surcaba los recovecos del negro y absoluto espacio. Debía comprobar o refutar la teoría del tiempo-espacio dentro de la gigantesca mole intergaláctica.

     La hipótesis sugiere que, de un lado, hay un agujero negro que absorbe la materia, y por el otro lado, un agujero blanco expulsa lo que traga su opuesto.

     Estaba a cien metros del campo de atracción del gusano cuando escuchó el sonido. Era apenas audible pero lo detuvo en seco, quedando paralizado. Era una enloquecedora vibración repetida, hipnotizando a quien atrapaba en su sortilegio.

     El vibrar se hizo más fuerte e insistente, y el solitario astronauta sintió que avanzaba como sonámbulo en dirección al origen del obsesionante sonido. El tamborileo se hizo más ruidoso, y más oscuro el firmamento delante de sus inmóviles ojos.

     Fue cuando se percató que estaba paralizado pero consciente.

     El espacio perdió su oscuridad tornándose transparente en pálida luminiscencia. En su superficie y sus profundidades se movieron fantasmas vagamente definidos, fusionados en franjas de luz y sombra, formando rayados diseños girando lentamente.

     Los haces de luz giraron más rápidamente, acelerando el vibrar del sonido.

     Hipnotizado del todo, Ayala contempló boquiabierto y con mirada fija el despliegue pirotécnico.

     Los giratorios discos de luz emergieron y sus radios se fundieron en luminosas barras que retrocedieron en la distancia, girando sus ejes.

     Fantásticos diseños geométricos flamearon y se apagaron al enredarse y desenredarse las resplandecientes mallas; y el astronauta continuó con la mirada fija, hipnotizado y cautivo del espectáculo sonoro y visual.

     De súbito volvió a la vida.

     Su cuerpo perdió la rigidez y se animó como un muñeco controlado por invisibles hilos. Giró la cabeza a todos lados; la boca se abrió y cerró silenciosamente; las manos se cerraron y abrieron movilizando sus torpes dedos. Jadeaba intentando respirar y sus ojos se llenaron de terror.

     Delante de él todo se fundió en un borrón gris del cual emergían sonidos de variado tono. Su principal sensación era la de un sordo resentimiento, al contraerse sus músculos y moverse sus miembros obedeciendo órdenes que no eran suyas.

     Cerró los ojos con fuerza, y al abrirlos vio una que las formas danzantes desaparecieron en una serie de círculos concéntricos rodeando un disco negro.

     Había un fulgor uniforme semejante a un bloque de luz superpuesto en la circundante oscuridad. Como despertando de un sueño, se maravilló ante la extraña luz que guiaba la nave a un lugar desconocido entre las estrellas.

     Cendales de color carmesí, rosa, oro y azul, atravesaron la albura del día. Aunque las ventanas reducían el fulgor, los haces de luz solar barrieron la cabina cegando a Ayala. Se encontraba en el espacio pero no podía ver las estrellas.

     Protegió los ojos con las manos y vio por la ventanilla de su costado. El ala replegada de la nave destellaba como metal incandescente a la reflejada luz solar; en derredor, la oscuridad era absoluta y llena de estrellas imposibles de ver.

     El peso disminuyó; los cohetes dejaron de funcionar mientras la nave avanzaba. El tronar de los motores se atenuó mutando en sordo ronquido, luego en suave siseo, y se redujo al silencio.

     De no ser por los sujetadores, Ayala hubiese flotado fuera de su asiento; pero su estómago sintió como si lo estuviese.

     Lo mejor era cerrar los ojos y relajarse mientras la nave traqueteaba con breves descargas de energía de los cohetes. Vislumbró el panorama al cual se dirigía la apagada astronave.

     Una luz como del sol destellaba y centellaba en la bruñida superficie de algo que giraba lentamente.

     Aquella aparición era un tenue y nacarado cono de luz sesgado en el firmamento, y se hacía más brillante sugiriendo grandes incendios ocultos bajo el borde de las nubes.

     Nubes en el espacio.

     Los pensamientos de Ayala regresaron al abismo de millones de años que se abría ante él.

     Inesperadamente el micrófono de su casco emitió un penetrante chillido electrónico, una señal espantosamente sobrecargada y distorsionada. Intentó taparse los oídos con las manos; se recuperó y tanteó frenéticamente el control del receptor.

     Mientras se tambaleaba hubo un compasivo silencio.

     ¿Qué había sido eso?...

     ¿Acaso alguien estaba intentando comunicarse con él?...

     La nave se encontraba a sólo treinta días de la Tierra, sin embargo, para Ayala era difícil creer que hubiese conocido otra existencia que la del cerrado y pequeño mundo de la nave Odisea.

     Sus años de entrenamiento, sus anteriores misiones a la Luna y Marte, parecían pertenecer a otro mundo, otra vida.

     Envuelto en la bruma de un sueño, incapaz de distinguir entre recuerdos falsos y reales, abrió los ojos, pero había poco que ver, una borrosa constelación de luces desconcertantes.

     Un soplo de aire caliente despejó el frío de su cuerpo.

     Dentro del Agujero de Gusano no se observaban muchas estrellas, pero el espacio al que entró no estaba vacío.

     Tenues y estrechas líneas encerraban una minúscula e indistinguible estrella. Observó extrañado la luminosidad en movimiento, apenas perceptible sobre el fondo estrellado.

     Podía hallarse a un millón de kilómetros, pero su movimiento probaba que estaba al alcance de la mano.

     Posó la mirada en la forma silueteada en el firmamento. Con el telescopio notó que la figura era irregular, y giraba sobre sus extremos.

     A veces parecía una esfera aislada y otras semejaba un ladrillo de tosca forma; su rotación era de un par de minutos, su superficie tenía jaspeadas motas de luz y sombra distribuidas al azar, y destellaba como cristales fulgurando al sol.

     Oculta bajo las nubes había materia suficiente para sobrepujar cada planeta del Sistema Solar. Pero ¿qué más, se preguntó Ayala, estaba oculto allí?...

     Sobre el moviente y turbulento techo de nubes, ocultando cualquier superficie planetaria, se deslizaban formas circulares de oscuridad, como lunas ante un distante sol, discurriendo su sombra bajo y sobre el alborotado paisaje nuboso.

     Casi bruscamente la bruma se desvaneció. La nave cayó a la base de una elevada capa de nubes, y emergió en una zona clara de una región de hidrógeno con desperdigamiento de cristales.

     La escena era tan ajena a todo lo conocido, que durante un momento fue insensata para los ojos acostumbrados a los colores y formas terrícolas. Lejos, muy lejos, abajo, se extendía un interminable mar de jaspeado oro, surcado de riscos paralelos que podían ser crestas de olas gigantes carentes de movimiento.

     Aquella áurea vista no podía ser un océano, pues se encontraba en la atmósfera extraterrestre.

     Sólo podía ser otra capa nubosa.

     La cámara de Odisea captó, atormentadoramente borroso por la distancia, algo muy extraño. A varios kilómetros de distancia, el áureo paisaje se convertía en un cono singularmente simétrico, semejante a una montaña volcánica.

     En torno a su cúspide exhibía un halo de pequeñas nubes hinchadas, casi del mismo tamaño, aisladas, con algo perturbador y antinatural en ellas, de ser posible aplicar la palabra natural en aquel pavoroso panorama.

     Movida por una turbulencia en la espesada atmósfera, la nave viró y la pantalla solo mostró empañamiento. Al estabilizarse, la figura estaba próxima pero tan enigmática como antes.

     La interrumpían retazos de oscuridad, como hendiduras conducentes a una capa más profunda de la atmósfera.

     Ayala sintió que se le erizaban los cabellos.

     Las palabras que quiso pronunciar murieron en sus labios, repentinamente resecos. Cerca, pero a la vez lejos, se tendía un mar borroso de nubes.

     No había ninguna de las misteriosas formas de luminosidad que resplandecieron en la noche espacial. 

     Al fin asomó por delante la pálida alba; la nave emergió al día.

     Un espasmo de esperanza y miedo pasó cuando la fría lógica reemplazó a la emoción. Durante largo rato, Ayala tuvo la mirada clavada en el vacío extendido millones de kilómetros adelante, hasta la meta que estaba seguro no alcanzaría nunca.

     Cada sonido fue dominado por un bramido, semejante a un tornado aproximándose. Ayala sintió las primeras ráfagas del huracán azotándole el cuerpo y le costó gran esfuerzo permanecer sentado.

     Como minúsculo y complicado juguete, Odisea flotaba inerte e inmóvil en el vacío. El Capitán miró arriba, alarmado.

     Aunque no dejaba cabida al miedo, vio una presencia yendo directamente hacia él. La visión era tan increíble que heló su sistema normal de reflejos; no intentó evitar al monstruo que se precipitaba hacia él.

     En el último instante recuperó la voz y gritó:

     -¡Frenado total...!-

     Tal vez se había vuelto loco.

     Quizás lo estaba pues se había convencido que la brillante elipse emplazada sobre el oscuro fondo era un oscuro ojo, mirándole fijamente mientras se aproximaba. Era un ojo sin pupila, pues nada cubría su desnudez perfecta. El ojo que todo lo ve.

     No fue hasta que la nave estuvo sólo a ochenta mil kilómetros, que reparó en la mota negra en el centro exacto de la elipse. Pero no había tiempo para ningún detallado examen, estaban listas las maniobras terminales.

     El propulsor principal de la Odisea liberó sus energías fulgurando con la furia incandescente de los agonizantes átomos.

     El lejano murmullo y el aumento de impulso de los eyectores produjeron en Ayala una sensación de orgullo. Los motores hicieron su trabajo con impecable eficacia.

     La cosa del espacio se aproximaba tan lentamente que apenas parecía moverse, haciendo imposible prever el momento exacto en que impactaría contra la Odisea.

     Los motores lanzaron sus últimos chorros de impulso, y se apagaron.

     La nave estaba en su órbita final, completando una revolución cada tres horas a mil trescientos kilómetros por hora, toda la velocidad posible en aquel débil campo gravitatorio.

     La Odisea se había convertido en satélite de un satélite.

     Este era un objeto que nadie hubiese reconocido. Era demasiado brillante para ser una estrella, pero se podía mirar directamente sin molestia. No daba calor y al tender Ayala las desenguantadas manos a los rayos al atravesar la ventana, no sentía nada sobre la piel.

     -¡Esto es muy extraño!- La voz de Ayala se apagó en un aturdido silencio. No era que se hubiese alarmado, sino que no podía describir lo que veía.

     Aquello era un cuerpo liso de unos doscientos cincuenta metros de largo por sesenta y cinco de ancho, hecho de algo sólido como la roca. Parecía retroceder como la ilusión óptica del objeto tridimensional que parece volverse de dentro a afuera, intercambiando de súbito sus partes, próxima y distante.

     Eso ocurría en aquella inmensa y aparentemente sólida estructura. Lo que pareció ser su cabeza se hundía en profundidades infinitas desafiando las leyes de la perspectiva, pues su tamaño no disminuía con la distancia.

     Ayala tuvo el tiempo justo para una frase que los hombres del Control de la Misión, no olvidarían jamás:

     -¡El objeto es hueco... y... Dios mío... está lleno de estrellas!-

     En un lapso de tiempo demasiado breve para ser medido, el espacio giró, y se torció sobre sí mismo sin sensación de movimiento, pero cayendo hacia las estrellas titilantes en el oscuro corazón de aquel lugar. No sabía dónde estaba.

     Deseaba, ahora que ya era demasiado tarde, haber prestado más atención a las teorías del hiperespacio, de conductos tridimensionales.

     Para el astronauta ya no eran simples teorías.

     Sólo las estrellas se movían, al principio tan lentamente que pasó algún tiempo antes de percatarse que escapaban fuera del marco que las contenía. En un instante el campo de estrellas se extendía como precipitándose hacia él a velocidad inconcebible.

     Las estrellas del centro apenas se movían, mientras las laterales aceleraban convirtiéndose en regueros luminosos antes de desaparecer.

     Otras las reemplazaban fluyendo en el centro del campo de una fuente al parecer inextinguible.

     Ayala se preguntó qué pasaría si una estrella viniera hacia él, pero ninguna llegó tan cerca como para mostrar su disco; todas viraban a un lado de la Odisea.

     Era como si las paredes del espacio se movieran con él, transportándolo a su desconocido destino. O quizá estaba sin movimiento, y era el espacio que se movía frente a él. No sólo el espacio participaba en la acción.

     El reloj del panel instrumental de la nave se comportaba de forma extraña.

     Observó a las paredes de ébano deslizarse entre cero y un millón de veces la velocidad de la luz. El mundo que le rodeaba era extraordinario y maravilloso. Había viajado millones de kilómetros en busca de misterio, ahora el misterio estaba yendo a él.

     La figura estaba más luminosa, y los regueros de las estrellas palidecían contra un firmamento lechoso, cuya brillantez aumentaba.

     Parecía como si la cápsula espacial se dirigiera a un banco de nubes, uniformemente iluminado por los rayos de un invisible sol.

     Estaba emergiendo del túnel.

     El distante extremo permaneció a distancia indeterminada, ni aproximándose ni alejándose, obedeciendo las leyes normales de la perspectiva. Se hizo próximo y ensanchado moviéndose hacia arriba, y Ayala se preguntó si había caído en un túnel de tiempo y ascendía del otro lado.

     Antes que la nave remontara supo que aquel lugar no tenía nada que ver con cualquier mundo al alcance de la experiencia humana. No había atmósfera pues veía cada detalle sin empañamiento, nítidos en un horizonte remoto y liso.

     Era un mundo de enorme tamaño, mucho más grande que la Tierra, pero a pesar de su extensión, la superficie estaba cubierta de formas artificiales con kilómetros de grosor.

     Era como el rompecabezas de un gigante y en los centros de las piezas, había pozos negros como la sima de la que acababa de emerger. Pero el firmamento era aún más extraño e inquietante que el improbable suelo. No había una estrella ni la negrura espacial.

     Su aspecto era de suave resplandor produciendo la impresión de infinita distancia.

     Aquel firmamento no podía ser efecto meteorológico de la niebla y la nieve; era un perfecto vacío. Más, el firmamento no estaba totalmente vacío. Encima, inmóviles y formando dibujos al parecer casuales, había miríadas de minúsculas motitas negras.

     Resultaba difícil verlas por ser puntos de oscuridad, pero vistas eran inconfundibles. Ayala recordó algo tan familiar e insensato que rehusó aceptar el paralelismo, hasta que la lógica le obligó a ello.

     Aquellos boquetes en el negro firmamento eran estrellas; podía estar contemplando un negativo de la Vía Láctea.

     ¿Dónde estoy, en nombre de Dios?, se preguntó, con la seguridad que jamás conocería la respuesta.

     Parecía que el espacio se hubiese vuelto de dentro a afuera. Aquel no era lugar para el hombre. Aunque en el interior de la nave hacía un calor confortable, sintió frío y lo atacó un temblor incontrolable.

     Deseó cerrar los ojos y descartar la nada perlaba que le rodeaba; pero la figura frente a él irradiaba tanta luz que parecía estar hecho de oro al cual atravesó.

     Ayala miró por el sistema retrovisor para ver cómo se hundía por detrás el objeto, que había hecho caso omiso de la Odisea, y descendía hacia una de las miles de grandes hendiduras y, segundos después, desapareció en un fogonazo final áureo al zambullirse dentro.

     Volvió a estar solo bajo aquel siniestro firmamento, con la sensación de aislamiento y remoto alejamiento más abrumadora que nunca.

     Por primera vez que pudiera recordar desde que era un niño, su mente se quedó en silencio. Dio una vuelta, de maravilla en maravilla, para ver las titilantes estrellas brillar en sus reinos, para ver los millones de gradaciones de color de la oscuridad de la noche y la vitalidad rojiza del horizonte.

     El cosmos se extendía exuberante sobre él y alrededor de él, abrazándolo.

     Podría quedarse aquí para siempre, perdido en la contemplación de las maravillas que se desplegaban como los pétalos de una flor que se abre y vuelve a abrirse.

     Pero entonces sintió un hormigueo en su piel. De mala gana, se veía a mismo de nuevo. Frunció el ceño.

     Notó que se hundía en el abigarrado y gigantesco espacio, y otro de los abismos rectangulares se abría como una boca cerrándose sobre la nave, cuyo reloj se inmovilizó, y una vez más cayó entre infinitas paredes de ébano, hacia otro distante retazo de estrellas.

     Ahora estaba seguro de no estar volviendo al Sistema Solar, y en un ramalazo de atisbo supo lo que seguramente debía ser aquel lugar.

     Era una especie de aparato conmutador cósmico, haciendo pasar el tránsito de las estrellas a través de inimaginables dimensiones de espacio y tiempo.

     Estaba pasando a través de la Gran Estación Central de la Galaxia.

     Muy lejos, al frente, las paredes de la hendidura eran confusamente visibles a la débil luz de una fuente oculta. La oscuridad se rasgó al lanzarse la nave espacial hacia arriba, hacia un firmamento constelado de estrellas.

     Se encontraba de nuevo en el espacio, pero con una simple ojeada notó que estaba a siglos luz de la Tierra.

     No intentó encontrar una de las constelaciones conocidas del hombre, ninguna de las estrellas destellando alrededor había sido contemplada por el ser humano a simple vista.

     Se preguntó si aquella sería su propia Galaxia, vista desde un punto más próximo a su rutilante y atestado centro.

     Esperaba que lo fuera o en tal caso no hallarse tan lejos de casa. Pero se dio cuenta que era un pueril pensamiento. Estaba tan inconcebiblemente lejos del Sistema Solar, que era poca diferencia hallarse en su propia Galaxia, o en la más distante que cualquier telescopio hubiese vislumbrado.

     Miró atrás y experimentó otra conmoción. No había allí un mundo gigante de múltiples facetas. No había nada, excepto una sombra, negra como la tinta sobre las estrellas, como una puerta abriéndose en una estancia oscurecida en una noche más oscura aún.

     Mientras la contemplaba, la puerta se cerró.

     No se retiró sino que se llenó lentamente con estrellas, como si hubiese sido tapada una grieta en el espacio. Luego quedó sólo en el cielo extraterrestre.

     La nave espacial giraba lentamente, y al hacerlo presentaba a su vista nuevas maravillas.

     Fue primero un enjambre estelar perfectamente esférico, cuyas estrellas se apiñaban al centro, convirtiéndose en un eterno fulgor. Sus bordes exteriores eran definidos por un halo de soles lentamente atenuado, emergiendo sobre el fondo de estrellas más distantes.

     Aquella magnífica aparición era un cúmulo globular. Ayala contemplaba algo que ningún ojo humano había visto jamás, sino como un borrón luminoso a través de un telescopio.

     No podía recordar la distancia del más cercano cúmulo conocido, pero estaba seguro que no había uno en un radio de mil años-luz del Sistema Solar.

     Sabía que estaba bajo el poder de una fuerza que lo había llevado allí desde que entró en el gusano espacial. Toda la habilidad y pericia ingenieril de la Tierra parecía desoladoramente primitiva ante los poderes que le conducían a un inimaginable sino.

     Miró con fijeza al firmamento intentando descubrir la meta a la que era llevado, quizás algún planeta en órbita alrededor de un gran sol.

     Pero no había nada que mostrase cualquier disco visible o una excepcional brillantez; de haber planetas en órbita no se distinguían sobre el fondo estelar.

     Supo que algo extraño ocurría delante de la nave.

     Apareció un blanco fulgor cuyo brillo aumentaba rápidamente, y se preguntó si estaba viendo una de las súbitas explosiones que perturban a la mayoría de las estrellas.

     La luz se hizo más brillante y azul, esparciéndose a lo largo del borde del sol, cuyas tonalidades rojo sangre palidecieron por el contraste. Era como si estuviera contemplando alzarse el sol.

     Y así era, en verdad.

     Sobre el inflamado horizonte se alzaba algo no más grande que una estrella, pero tan brillante que el ojo no podía soportarlo. Un simple punto de radiación blanquiazul se movía veloz ante el gran sol.

     Debía hallarse muy próximo a su gigantesco compañero, porque debajo de él, arrastrado hacia arriba por su tirón gravitatorio se alzaba una columna ígnea de miles de kilómetros de altura.

     Era como si la ola de una marea de fuego discurriese a lo largo del ecuador de la estrella, en vana persecución de la extraña aparición que cruzaba a gran velocidad por su firmamento.

     Ayala comprendió que estaba moviéndose. Frente a él, una de las estrellas se tornaba más brillante con rapidez, y derivó contra su fondo.

     Debía ser un cuerpo pequeño y redondo, quizás el mundo al que viajaba. Llegó con insospechada velocidad; y vio que no era ningún mundo en absoluto. Su destino no estaba allí sino más adelante, en el inmenso sol carmesí hacia el cual estaba yendo la Odisea.

     El horizonte se abrillantó trocando su color rojo sombrío en amarillo, luego en azul y en un intenso violeta. La brillante figura se alzaba sobre el horizonte, arrastrando su marea estelar.

     Ayala protegió los ojos del intolerable fulgor del pequeño sol, enfocando el revuelto paisaje estelar cuyo campo gravitatorio aspiraba al firmamento.

     Estaba moviéndose a través de un nuevo orden de creación, con el cual pocos han soñado siquiera. Más allá de los reinos del mar y la tierra y el aire y el espacio se hallaba el reino del fuego, del cual él sólo había tenido el privilegio de tener un vistazo.

     Era demasiado esperar que también lo comprendiese.

     La columna de fuego se movía sobre el borde del sol, como una tormenta más allá del horizonte. En el interior de la nave, protegido de un medio que podría aniquilarle en una milésima de segundo, Ayala esperó cualquier cosa que pudiese suceder.

     Oscureció y el débil bramido de los huracanes estelares se desvaneció.

     La cápsula espacial flotaba en el silencio de la noche.

     Flotaba en el espacio libre, mientras se extendía en todas direcciones un infinito enrejado de oscuras líneas de filamentos, a lo largo de los cuales se movían minúsculos nódulos de luz algunos lentamente, y otros a vertiginosa velocidad.

     Sabía que estaba observando la operación de una gigantesca mente, contemplando el universo del cual era una ínfima parte.

     Los cristalinos planos y celosías, y las entrelazadas perspectivas de moviente luz, titilaron y dejaron de existir, al trasladarse Ayala a un reino de consciencia que nadie había experimentado.

     Al principio, pareció como si el tiempo corriera hacia atrás. Estaba dispuesto a aceptar esta maravilla antes de percatarse de la verdad.

     Un espectral resplandor se formó en el vacío solidificando una losa de cristal que perdió su transparencia, bañado por pálida luminiscencia.

     En las profundidades de su superficie se movieron franjas de luz y sombra, formando rayados diseños entremezclados que giraban lentamente.

     Las incandescentes formas no repercutían los secretos en el corazón de cristal. Al apagarse, las paredes protectoras se desvanecieron en la inexistencia de la que habían emergido, y lo que parecía ser un rojo sol llenó el firmamento.

     Fulguró llameante el metal y el plástico de la nave y el atraje del solitario viajero.

     Fue entonces cuando recordó su hogar, su familia, su vida en la Tierra y deseó regresar.

     Era tiempo de emprender la marcha, aunque no deseaba abandonar jamás aquel lugar donde había renacido, pues él sería siempre parte del ente que empleó aquella aventura para sus inescrutables designios.

     La dirección de su destino aparecía clara ante él, sin necesidad de seguir la senda por la que había venido.

     Con los instintos de millones de años a cuestas, percibía que había más caminos que uno a la espalda del espacio.

     Aquí estaba él, al garete en aquel gran río de soles, a medio camino entre los incendios del núcleo galáctico, y las solitarias y desperdigadas estrellas centinelas del infinito.

     Y aquí deseaba estar, en la parte más lejana del abismo en el espacio, aquella serpentina banda de oscuridad vacía de toda estrella.

     Inconscientemente lo había atravesado una vez; ahora debía atravesarlo de nuevo, esta vez por su propia voluntad.

     El pensamiento le llenó de súbito y glacial terror, al punto que por un momento estuvo totalmente desorientado, y su nueva visión del Universo tembló y amenazó hacerse añicos.

     No era miedo a los abismos galácticos lo que helaba su alma, sino una profunda inquietud que brotaba desde el futuro por nacer. Había dejado atrás las escalas del tiempo de su origen humano, y contemplando la noche sin estrellas, conoció atisbos de la eternidad que ante él se abría.

     Recordó que nunca estaría solo, y cesó su pánico restaurándole la percepción del Universo que cuando necesitara guía en sus vacilantes pasos, allí estaría ella.

     Confiado cual buzo en grandes profundidades que ha recuperado el dominio de sus nervios y su ánimo, lanzóse a través de los años-luz. Estalló la Galaxia del marco mental en que la había encerrado; estrellas y nebulosas se derramaron pasando ante él con infinita velocidad.

     Soles fantasmales explotaron y quedaron atrás, mientras se deslizaba como sombra a través de sus núcleos; la fría y oscura inmensidad del polvo cósmico que tanto temiera, parecía el batir de un ala de cuervo ante la cara del sol.

     Las estrellas se diluían, el resplandor de la Vía Láctea trocaba en pálido resplandor de la magnificencia que él conociera, y estaba dispuesto a volver a conocer. Volvía a estar donde lo deseaba, en el espacio que los hombres llaman real.

     Sin embargo, múltiples dudas le asaltaron.

     ¿En cuál época retornaría a la Tierra?, ¿sus hijas serían abuelas?, ¿sus padres todavía no habrían nacido?, ¿encontraría el planeta en las cavernas o en un estado de mayor avance evolutivo?, ¿encontraría todo igual que antes de partir o no encontraría nada?...

     Resultaba difícil respirar; la presión había bajado a la mitad de lo normal. El aullido del huracán se debilitó a medida que perdía fuerza, y el aire enrarecido no transmitía el sonido.

     Los pulmones de Ayala se esforzaban como estando en la cima del Everest. Como cualquier hombre saludable entrenado, podría sobrevivir en el vacío al menos un minuto si disponía de tiempo para prepararse.

     Pero allí no había tiempo; sólo los quince segundos de conciencia antes que su cerebro quedase paralizado y le venciera la anorexia.

     Las lámparas de emergencia brillaban bañando con su luz el curvado pasillo al retornar de nuevo hacia su planeta y lo que temía hallar. Hasta que, repentinamente, escuchó aquello que hubiese querido escuchar:

     -¡Aquí Control de Misión Houston, Odisea, aquí Control de Misión. Hemos completado los análisis de su dificultad retorno y todo está OK. Informe!-

     -¿Qué ocurre?- Preguntó.

     -¡Ayala, ¿dónde estuvo durante todo este tiempo?-

     -¡En la Puerta de las Estrellas!-

     -¿Cómo dijo? Ayala, ¿tiene algo que informar?-

     -¡Si, Houston!-

     -¡Informe!-

     -¡Regreso a casa!-

     Apareció la familiar vista de la Tierra creciendo ante la fase de medialuna trasladándose al lado distante del sol, y empezando a volver su cara de total luz diurna hacia ellos.

     Se hallaba centrada en la retícula del ojo; el haz luminoso enlazaba a la Odisea con su mundo de origen.

     Las esperanzas del astronauta habían sido sus únicas armas en aquella arriesgada odisea espacial, sin esas armas el hombre no habría conquistado su propio mundo.

     En ellas había puesto alma y corazón, y le habían servido bien.

     Ahora comprendía que la raza humana en su totalidad estaba viviendo con el tiempo contado en una vida que no era suya.

     Una vida que le pertenece a…

 

F I N





Venezuela participó en la FilBo 2024 con gran producción literaria y destacados autores

 



La República Bolivariana de Venezuela participó exitosamente con una importante muestra de su producción editorial y una delegación de destacados autores en la edición número 36 de la Feria Internacional del Libro de Bogotá (FilBo 2024), que abrió el pasado 17 de abril y cerró este 2 de mayo.



En este evento, organizado por la Cámara Colombiana del Libro y Corferias, el país ofreció en su stand más de 160 novedades literarias de diferentes géneros y temáticas publicadas por editoriales nacionales públicas, privadas e independientes, entre ellas las del Ministerio del Poder Popular para la Cultura de Venezuela: El perro y la rana, Monte y Biblioteca Ayacucho, así como textos de Fundarte, Amalivaca, Vadell Hermanos, Trinchera, Acirema, Garzamora, entre otras.

La FilBo permitió el encuentro entre reconocidos autores venezolanos con el público lector de Colombia, el cual conoció a través de estos escritores lo que se hace en Venezuela en materia de literatura para niños, jóvenes y adultos.

Además, desde el estand de Venezuela se realizaron donativos de títulos editados por el Mppc a través de El perro y la rana, Monte Ávila y Biblioteca Ayacucho, y otros por Amalivaca, Fundarte y Trinchera, a la Biblioteca Pública San Juan Bosco, ubicada en el municipio de Mosquera, representada por Laura Orozco, y al Biblioparque Marqués de San Jorge, ubicado en el municipio Funza, representado por Dayana Valbuena.

La donación incluyó más de 80 novedades editoriales con literatura para niños, jóvenes y adultos de diferentes géneros, textos históricos, ensayos, dramaturgia, ciencia ficción, con autores clásicos y contemporáneos, indicó Elis Labrador, director Ejecutivo de El perro y la rana, miembro de la delegación venezolana presente en la FilBo 2024.


Biografía, literatura infantil, los wayuu y la representación del petróleo

Encabezando la delegación venezolana estuvo el escritor, periodista y actual ministro de Cultura, Ernesto Villegas Poljak, quien, en compañía del viceministro de Fomento para la Economía Cultural y presidente del Centro Nacional del Libro, Raúl Cazal, abrió el ciclo de actividades de Venezuela con la presentación de su más reciente libro Maja Mía (Editorial Nosotros mismos, 2024), una biografía de su madre, una periodista croata de origen judío que huyó de la Europa nazi y sembró en los años 40 sus raíces en la tierra de Simón Bolívar.



Laura Antillano, Premio Nacional de Literatura, presentó Leer a la orilla del cielo, una antología editada por El perro y la rana que reúne a algunos de los mejores narradores venezolanos, en la cual ella es compiladora. También incluye uno de sus cuentos.

Además, esta notable escritora y el narrador zuliano Cósimo Mandrillo, autores respectivamente de Diana en la tierra wayuu y Conspiración en el mercado, con ediciones de Monte Ávila, resaltaron en FilBo la representación de los wayuu en la literatura infantil.



En su novela, Antillano relata las aventuras de Diana y un niño wayuu llamado Juyá, quienes incursionan en la Guajira para buscar un famoso tesoro, mientras que en Conspiración en el mercado Cósimo Mandrillo ubica al lector en el contexto de la vida de esta etnia en el tiempo contemporáneo con un protagonista adolescente wayuu llamado Taluha.



Mandrillo señaló que de esta manera “se intenta visibilizar a esta magnífica cultura indígena, resistente”.


El investigador conversó igualmente en la FilBo sobre la representación del fenómeno petrolero en la literatura venezolana con la presentación de su libro de ensayos El imaginario petrolero, también editado por Monte Ávila. “La literatura del petróleo se ha caracterizado por una marcada inclinación antiimperialista”, expuso.


La identidad americana y Francisco de Miranda

La escritora venezolana Carmen Bohórquez, filósofa, doctora en Historia, Premio Nacional de Cultura en Humanidades (2012) y Premio Nacional de Historia (2020), compartió las ediciones de los tomos XXI y XXII de la colección Colombeia, Archivo del General Francisco de Miranda, que se erigen como obras de gran importancia histórica y patrimonial para el rescate y preservación de la memoria de este personaje clave en la formación de la gesta independentista en América.



Se trata de textos coeditados por la Presidencia de la República Bolivariana de Venezuela, el Centro de Estudios Simón Bolívar (CESB) y la Gobernación de Miranda, con los que se busca completar el trabajo conducido inicialmente desde 1976 por las historiadoras Josefina Rodríguez y Gloria Henríquez, quienes lograron preparar y editar los primeros veinte tomos.

En la cita con las letras en la capital colombiana, Bohórquez igualmente presentó su publicación Miranda en el Congreso Constituyente de 1811 y su libro La mujer indígena y la colonización de la erótica (Monte Ávila).


Textos dedicados al llano

Una colección de libros dedicados al llano, editados por El perro y la rana, presentó el escritor y músico venezolano Cristóbal Jiménez, también diputado y presidente de la Comisión Permanente de Cultura y Recreación de la Asamblea Nacional.



La colección está integrada por El corrío apureño, de Cristóbal Jiménez; Contrapunteo con Damaso Figueredo, de Gino González; Embusterías del llano venezolano y otros cuentos del camino, de Jose Daniel Suárez Hermoso; Botalón de luna, de Guillermo Jiménez Leal; Joropo llanero, de Fidel Barbarito, y Mil maneras de decir Arauca, de Leonel Pérez Bareño.

Jiménez destacó lo significativo de estas publicaciones por estar orientadas a conservar las tradiciones. “Tenemos que comenzar por conocer nuestras costumbres, nuestra identidad”, dijo.


Ensayos, recetarios con poesía, literatura ambiental y defensa de género

Por otra parte, libros de Stefania Mosca (1957-2009) editados por Fundarte se presentaron con la participación de la presidenta de esta institución de la Alcaldía de Caracas, Jeycelith Jiménez, junto al poeta Enrique Hernández D’ Jesús, viudo de la escritora. Se trata de los títulos Borges: Utopía y realidad, La memoria y el olvido y El suplicio de los tiempos.



Enrique Hernández D’Jesús igualmente presentó una antología de poemas de Ramón Palomares entre 1958-2006 publicada por Fundarte en 2023 con el título Los siglos venideros, en la que él estuvo a cargo de la selección.



Asimismo, este autor, quien es poeta, fotógrafo, editor y práctico de las artes gastronómicas, compartió en la FilBo sus obras literarias en las que incluye recetas, entre ellas La tentación de la carne, La espiga plateada, El cantar de los cantares de las pavas, Sardinas para comerte mejor, La cocina del amoroso, todos con ediciones de El perro y la rana.

“Es una cosa importante cómo transformar la literatura y darle vida, y vida de otra manera”, señaló sobre estos títulos, que tienen que ver con la cocina, “pero es una cocina poética, porque tú vas haciendo la recetas y de repente te tropiezas con un poema”, comentó.



Jesús Méndez, presidente de la Fundación Nacional de Educación Ambiental (Fundambiente), adscrita al Ministerio del Poder Popular para el Ecosocialismo, compartió de la editorial Amalivaca una muestra de la literatura ambiental que se realiza en Venezuela, incluyendo publicaciones para niñas y niños, a propósito del lema Lee la naturaleza de la FilBo.



La escritora colombovenezolana Aminta Beleño ofreció luces sobre el sistema patriarcal y la violencia de género con la presentación de su libro Tras las huellas del gen maldito: crítica a la sociedad patriarcal, editado por Trinchera (2023).



Se unió la poeta venezolana Kris González, periodista, directora de la revista Correo del Alba y quien fue embajadora de Venezuela en Bolivia. González presentó su más reciente poemario Digo adiós a estos abismos, con ediciones de Trinchera y Pinves, en la que habla de los abismos/pensamientos, verdades, noticias, despedidas de lugares físicos o imaginarios y decisiones a las que tiene que enfrentarse un ser humano en distintos momentos de su vida.


La ganancia de un libro en la mano

Como parte de las actividades finales de Venezuela en la programación de la Filbo, Armando José Sequera, quien ha sido uno de los autores más prolíficos en el panorama de la literatura para niños y jóvenes -incluido en la citada antología Leer a orilla del cielo-, presentó sus cuentos Granizo y Chocolate con ediciones del Fondo Editorial El perro y la rana.



Este escritor, poeta, periodista y editor, autor de más de noventa libros, la mayoría en narrativa, por lo que es uno de los autores venezolanos con más publicaciones, también presentó bajo una nueva edición de El perro y la rana su primer libro de cuentos de ciencia ficción publicado originalmente en 1977: Me pareció que me trasladaba por el espacio como una hoja suelta.



Sequera, con veinticuatro menciones en diversos concursos de narrativa, divulgación científica y fotografía, apuntó que la promoción de los libros para niños y jóvenes en general debería considerarse una prioridad. “Porque el libro es un instrumento con dos objetivos. Primero, el de aportar conocimiento, y, segundo, el de ser un medio de entretenimiento. Tienes doble ganancia al tener un libro en la mano”, afirmó.



En la Filbo también participaron Yris Villamizar, poeta, promotora cultural y facilitadora de talleres de mediación lectora, coordinadora de Planificación del Libro y la Lectura del Centro Nacional del Libro de Venezuela, y Elis Labrador, magister en literatura venezolana, facilitador de talleres sobre coordinación editorial, actualmente director ejecutivo de la Fundación Editorial El perro y la rana.

La FilBo, que se mantiene como un trascendental espacio para el intercambio literario y la promoción de la lectura, tuvo este año a Brasil como país invitado de honor y como lema Lee la naturaleza.